Mi apellido es Black, ya saben que tengo una mirada más bien negra de las cosas, pero declaro que me gusta el color amarillo.
Pero no cualquier amarillo.
Existen el amarillo chillón, el amarillo pato, el amarillo canario, el amarillo vainilla, el amarillo rey, el amarillo pichí, el amarillo pálido…
Y esto opera así, tanto en el universo cromático como en la política. Ahora que se lanzó oficialmente en Chile un movimiento que se define explícitamente como amarillo, vale la pena darle una mirada al asunto.
En política, un “amarillo” es un sujeto moderado que trata siempre de ubicarse en el centro del espectro, buscando el equilibrio. Pero como en todo, los amarillos también tienen intensidades y grados. Hay mucho amarillo tibio o amarillo flan, que es una dimensión distinta a la del amarillo dialogante. Conozco amarillos incrédulos y amarillos patológicamente optimistas. También existen los amarillos claros y los amarillos oscuros (de esos seré yo cuando me convierta al amarillismo).
Pero el peor de todos es el amarillo inmóvil.
Así como es mi tocayo Joe Biden. Y sí, como casi todo el resto de los gobernantes europeos frente a Vladimir Putin. Lo que hemos visto es que se han portado como amarillos irrelevantes y contemplativos, que toman palco y no hacen más que pifiar el espectáculo de Putin. Ni un tomate son capaces de lanzar al escenario.
Es que Biden es un amarillo de catálogo. Se dedicó a hacer advertencias amarillentas a Putin, las que, más que frenarlo, lo incitaron a actuar con más decisión y fiereza. Es que ese es el riesgo de lo amarillo: puede volverse predecible en la inacción. Putin olfateó durante un tiempo a Biden y descubrió que no haría nada si él se decidía a invadir Ucrania.
Y el punto es que los tipos adictos al poder como Putin solo se detienen cuando alguien les hace el “parelé”.
Putin y los de su tipo son el antónimo a lo amarillo. Ellos caminan por el límite, desafían acantilados. Y sí, siempre tienen un color bien definido. Pueden ser negros, rojos o azules. Y hasta blancos. Pero no tienen matices. Jamás serán castaño-claro o castaño-oscuro. Son permanentemente nítidos, irreductibles, brutales. Los del linaje de Putin la mayoría de las veces son reconocidos “hijos de Putin”.
Hubo una época en que era cierto el dicho que “billetera mataba a galán” y que en la política “amarillo mataba a rojo”. Hoy no. El mundo, que pasó por una época de relativa calma después del fin de la Guerra Fría, se ha vuelto a encabritar. Los ánimos se alteraron de nuevo y los extremos dominan en todo el planeta. Anda mucho “hijo de Putin” suelto.
Por eso, si los amarillos no se animan, si no entran en acción, si no se ponen los pantalones, si no se ponen colorados aunque sea una vez, estamos todos refritos. En Europa y también en Chile.