Entro con trepidación al tema de la Convención Constitucional. Estamos amenazados por un clima tóxico que descalifica a quien ose manifestar reparos a las decisiones que allí se están tomando y cualquier crítica es considerada como una suerte de crimen de lesa majestad. Como si por estar investidos por un voto mayoritario, ello pusiera a los convencionales al margen de cualquier cuestionamiento; como si por ser mayoría —la cual es siempre temporal y cambiante— fueran además los depositarios de la verdad, la sabiduría y la virtud. Como si las mayorías no hubieran también elevado al poder a Hitler y a otros tiranos; como si las mayorías no pudieran errar. Como si la deliberación de los asuntos de la polis no debiera discutirse en el espacio público, no solo como un derecho, sino por un imperativo democrático.
Algunos convencionales y comentaristas han protestado porque grupos de ciudadanos, amarillos y otros, han hecho públicas sus preocupaciones respecto de la forma y el fondo de la discusión constitucional, pues a su insólito juicio solo serían legítimos los comentarios “privados” a los constituyentes.
Tal vez esta demostración de falta de cultura democrática sea irrelevante comparada con las decisiones objetivas que se están incorporando al texto constitucional, salvo porque ella refleja una grave debilidad de la sociedad civil para defender la democracia y la libertad.
La verdad es que habíamos sido advertidos. Nos dijeron que con una retroexcavadora destruirían los cimientos del Chile que conocíamos; que habría una nueva Constitución “por las buenas o por las malas” (y fue por las malas); que no sería una mera reforma que respetara la tradición constitucional chilena, sino que se escribiría en una “hoja en blanco” para, en palabras de su primera presidenta, “refundar el país”. Y que —como dijera el Presidente electo— si Chile había sido la cuna del “neoliberalismo” sería, bajo su mandato, también su tumba.
Al respecto urge aclarar, antes de que sea tarde, qué es lo que estamos enterrando. En primer lugar, estamos sepultando la democracia representativa, que se basa en la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley, en un sistema de equilibrios y contrapesos, se funda en derechos y libertades individuales inviolables, en el respeto a las minorías y en un régimen político con separación de poderes, con un Poder Judicial independiente que garantice el Estado de Derecho a través de la aplicación de leyes objetivas e impersonales y no por medio de la opinión subjetiva de los jueces.
¿Qué significa, por otra parte, enterrar el neoliberalismo? Es poner fin a una economía descentralizada, donde la mayoría de los recursos y beneficios no son asignados arbitrariamente por los gobiernos; es debilitar la apertura de la economía al mundo, el comercio internacional y la existencia de mercados libres y competitivos; es privar al derecho de propiedad de sus resguardos más significativos; es ahuyentar las inversiones extranjeras y debilitar los mercados de capitales, la libertad y la iniciativa privada, es aumentar las atribuciones del Estado, y de los gobiernos sobre las decisiones y actividades económicas y es terminar con la contribución privada a la solución de problemas públicos como educación, salud y previsión.
De hecho, de ratificarse lo aprobado en el pleno ya dejamos de ser un Estado unitario y somos un conjunto de “territorios”, de “identidades”, de “colectivos”, de diferentes “pueblos”, culturas y “naciones” sin un propósito común y brutalmente divididos por factores raciales. Ya no tendremos contrapesos al poder del gobierno, pues no habrá Senado ni Poder Judicial realmente independiente, tampoco Estado de Derecho o igualdad ante la ley, y nuestra libertad y autonomía para pensar y expresar opinión habrán sido seriamente cercenadas.