Cuando escribí hace semanas o meses, distintos artículos y cartas hablando de los “amarillos”, jamás imaginé que lo que comenzó como una “funa” callejera (me insultaron gritándome “amarillo”) iba a terminar en esta iniciativa ciudadana, este grupo de opinión que en muy pocos días consiguió la adhesión de más de quince mil personas a lo largo del país. Y se siguen sumando todos los días.
Los primeros “amarillos” escribimos un manifiesto que hicimos público ante la preocupación por las primeras resoluciones de las comisiones de la Convención que apuntaban en una dirección maximalista. Al revés de lo que el Presidente Boric había manifestado entre aplausos en esa misma Convención, al decir: “No espero una Constitución partisana ni al servicio de nuestro gobierno”, o sea, “la Casa de todos”. Una lúcida y sensata declaración del Presidente electo, que parece no fue escuchada.
Se nos ha acusado de “catastrofistas”, el adjetivo más amable de los que han lanzado en estos días los furibundos, todos ellos de la élite, que nos acusan de ser “la élite”. La verdad es que hay una catástrofe en curso: la de la no haber aprovechado esta oportunidad histórica para un diálogo amplio, sin exclusión de nadie (no despreciando a la minoría), para hacer una Constitución transformadora (el adjetivo lo puso Squella), pero no refundacional. Hasta una parte de la derecha (la más liberal) estaba disponible para sumarse a una Constitución así, pero se prefirió avanzar en otra dirección, la partisana.
Se ha dicho que los 2/3 representan a la mayoría del país (eso es cierto, pero acotada a la elección de convencionales), olvidando que las mayorías son cambiantes, y así lo han demostrado las últimas elecciones. Quien es mayoría tiene una tremenda responsabilidad ética y política sobre todo cuando se trata de redactar una Constitución y no un programa de gobierno.
Lo que más me impresiona es el carácter casi sagrado que algunos le asignan a todo lo que la Convención ha ido aprobando, y todo asomo de crítica o matiz (muchas veces razonable) que venga de la sociedad civil es vilipendiado, con una soberbia y virulencia que pocas veces va acompañada de argumentación de fondo.
Pareciera que lo que se está jugando aquí es una batalla simbólica, no constitucional: aprobar una nueva Constitución a como dé lugar, no importando incluso si esta pueda ser una mala Constitución. Lo importante es enterrar la Constitución del 80, y con ello a Pinochet, el neoliberalismo, etcétera. Muchos de los que están aprobando normas altamente discutibles reconocen en privado eso, pero argumentaban hasta ayer: “esto se arregla después en el camino”, el camino era el Senado. ¿Un Senado que la misma Convención está eliminando?
Los más maximalistas, por supuesto, creen que lo que están aprobando es verdad revelada; lo grave es que los que no siéndolo, prefieran plegarse a esta riesgosa apuesta solo por conseguir la victoria simbólica que debiera enterrar para siempre el autoritarismo pinochetista. Grave y doble error: primero porque la mejor manera de enterrarlo era hacer una Constitución democrática, con amplio apoyo y consenso, una Constitución de impronta socialdemócrata (¿qué mayor derrota para una derecha autoritaria y neoliberal?) y no una Constitución que corre el riesgo de ser aprobada por simple minoría y mantener la polarización que tanto daño hace al país, por décadas: una bomba de tiempo. Por eso nace “Amarillos por Chile”, para darles voz a millones de chilenos que quieren cambios (algunos profundos), pero no quieren experimentos radicales que terminen echando por la borda lo que ellos mismos han conquistado con mucho esfuerzo.
Lo que el país espera es lo que declaró Boric y por eso votó por él en segunda vuelta. Se necesita urgente “una segunda vuelta” en la Convención. Por eso nace Amarillos, no para boicotear la Convención, sino para salvarla de una derrota, la peor de todas: la de no ser capaz de unir —y no dividir— a Chile.