Un diálogo entre dos personas —acaso el modelo más simple de conversación— consiste en el intercambio mutuo de discursos. Esta definición (y la cortesía) reclama que los discursos vayan alternándose de modo que al discurso de la primera persona le siga el de la segunda y así de modo sucesivo. El silencio, la pausa entre uno y otro discurso, también juega un papel esencial. No hay reglas matemáticas ni tampoco durante la trayectoria del diálogo esos silencios duran lo mismo. A veces son incómodos, sobre todo si se prolongan mucho, porque una persona no sabe en qué lugar está la mente de la otra persona, siendo esta tan opaca, divagante y tanto más veloz que la palabra. Pero ese silencio es la reserva de un verdadero dialogar.
Puede darse el caso de una conversación en la cual solo una persona hable y la otra permanezca en silencio, pero como el diálogo es un intercambio y, por consiguiente, se espera una respuesta, ese silencio posee una virtud muy expresiva, dice algo, ambiguamente quizás, en absoluto un mero vacío.
Puede darse, también, que una persona hable sin dejar participar al otro, lo mantiene en la mudez, lo acorrala con su borbotón de palabras, le impone un silencio indeseado. Es un monologante que, paradójicamente, necesita de otra persona para expresar su discurso, por egolatría, enfermedad, soledad, desatino, alivio o intrínseca lata. Solo quiere soltarlo. Es una posibilidad no escasa e, incluso, al contrario de lo que suele decirse, puede llegar a ser interesante y entretenido para la segunda persona. George Katsimbalis, en el magnífico retrato que hace de él Henry Miller en su mejor obra —“El coloso de Maruri”—, era un monologante fascinador, delicioso, divertido, impredecible, tan lleno de sabor que nadie quería interrumpirlo. Era una conversación de uno solo porque, con todo, daba pie en el otro a una respuesta pura, placer, avidez, carcajada. No agotaba. Se podía estar una noche entera escuchando a Katsimbalis.
Pero concordemos en que es una excepción: el intercambio explicitado verbalmente, aunque una de las dos personas sea más bien taciturna y discreta, es necesario. En general, se siente cierta violencia cuando una de las partes no deja hablar.
El mero hablar sucesivo, sin embargo, no basta: podría darse que ambas personas alternen discursos con una falsa relación mutua. He asistido a este absurdo: dos monólogos entrelazados, que corren sin tocarse.
Todas estas posibilidades solo tienen por propósito subrayar cuán importante es en el diálogo el escuchar. Cada día más infrecuente, con todo, está en la médula de muchos conflictos y trabas personales y públicas. Vivimos tiempos en que impera la resistencia a acallar el propio discurso, suspenderlo para ponerse a la escucha de lo que otro quiere auténticamente decir. Lo que resulta son parodias estériles o autoritarias.