Vivimos cada vez más solos. A principios de los noventa menos del 2% de la población chilena vivía sola, mientras que hoy es el 5%, es decir, uno de cada veinte. En hogares compuestos por dos personas vivía solo el 7%, mientras que hoy es el 17%. Entonces, la mayoría de la población habitaba en hogares de cinco o más personas; hoy es menos de un tercio (Casen, 1990 y 2017). Las familias son más chicas y se forman y disuelven de manera más fluida. También, por supuesto, las mejores condiciones materiales de vida hoy permiten independizarse a muchos que antes no habrían podido hacerlo. Como sea, el hecho es que vivimos más solos.
¿Qué significado tiene esta mayor soledad, ahí en el espacio más íntimo, para nuestra sociedad? ¿Influirá en cómo vemos el mundo? Probablemente en el trasfondo de estas vidas más solitarias se encuentre el hecho de que somos más autónomos (individualistas, dirán algunos), y puede que la experiencia de la vida solitaria refuerce más y más esta autonomía. La vida de a grupos grandes permite repartir responsabilidades, obliga a compartir espacios, a negociar rutinas, a establecer turnos. La vida solitaria está menos sustentada en otros y menos restringida por otros, es una vida que se manda sola, y tal vez quien se manda solo en lo íntimo no quiera ser mandado en lo público.
Al mismo tiempo, a la vida solitaria le falta compañía, compañía que a veces es buena. No por nada “soledad” es un término con una connotación triste o, al menos, melancólica. A veces, más aún, la compañía es necesaria y su ausencia nos hace frágiles —la enfermedad es un buen ejemplo, pero no el único—. Tal vez de esta mayor soledad, que a ratos anhela compañía, provenga parte de esa nostalgia por la comunidad perdida.
Pero, con sus luces y sombras, nuestra mayor soledad es para la mayoría una manifestación de libertad, libertad de elegir vivir más solos, un lujo que se permiten, en mayor medida, quienes pueden pagarlo. De hecho, los hogares unipersonales en el quintil más rico más que duplican los del quintil más pobre. La soledad nos libera de los problemas intrínsecos de la convivencia y es una forma de consagración de nuestra independencia, de nuestro espacio, de nuestra individualidad en su sentido más sacro. Pero, aun así, es innegable que nos priva de compañía en un espacio importante.
Esta tensión de un individualismo que es liberador, pero también a veces desamparado, no es nueva. Karl Popper observó que el propio Platón, “con una profunda intuición sociológica, descubrió que sus contemporáneos sufrían una fuerte tensión, y que esta tensión se debía a la revolución social que había comenzado con el surgimiento de la democracia y el individualismo” (1945). Tal vez, nuestra mayor soledad represente de alguna forma las tensiones de fondo en nuestra sociedad, tensiones que habremos de resolver desde nuestras vidas más solitarias. Porque si hay algo que me parece claro, es que para una sociedad que se ha acostumbrado a vivir más sola, es difícil que haya vuelta atrás.