Al decir “Acepto” en el acto de constitución de la Convención Constitucional que tuvo lugar el 4 de julio del pasado año, lo que hicimos los constituyentes fue asumir un cargo y reconocer cuatro deberes principales: elaborar una propuesta de nueva Constitución, aprobar sus normas por 2/3, presentar la nueva Carta Fundamental al país para su aprobación o rechazo, y hacer todo eso en el plazo máximo de un año.
Cada vez que se acepta un trabajo se reconocen también los deberes que le son propios, especialmente si se trata de un cargo o función pública, y ni qué decir cuando la función consiste en elaborar una nueva Constitución. Pues bien, en eso se está en este momento, aunque sin perder de vista el deber adicional de elaborar un texto constitucional para un país —para un completo país, para un completo y nada imaginario país—, y no solo para una parte de este, puesto que siempre hay la tentación, de lado y lado, de inclinarse por aquella parte del país a la que sentimos pertenecer en cuanto a creencias, ideas, modos de vida, interpretaciones del pasado, planteamientos sobre el futuro o intereses.
Todas las Constituciones que hemos tenido se han llamado igual —Constitución de la República de Chile— y lo más probable es que la nueva adopte esa misma denominación, y si bien la de 1980 fue la imposición de una parte del país sobre el resto, no se trata de repetir la historia, no más que ahora en sentido inverso. La nueva Constitución será un paso adelante, un cambio e incluso una transformación respecto del orden constitucional actualmente vigente. Será una Constitución de y para el siglo XXI. Una Constitución para vivir mejor el futuro y no para ajustar cuentas con el pasado. Lo que los ciudadanos pusieron en manos de los constituyentes es nada menos que el futuro, y si bien todo futuro es pensado desde el presente y con los beneficios y también las cargas del pasado, el proceso de una nueva Constitución alza la vista más allá de aquel y de este y fija la mirada en el porvenir.
Votando primero normas en general que una vez sistematizadas están ahora abiertas a recibir indicaciones de los constituyentes antes de la votación en particular que será recogida en el informe que cada una de las siete comisiones temáticas remitirá al pleno para que este adopte los acuerdos finales, mi expectativa es que en las distintas comisiones se aprueben en particular normas por las más amplias mayorías posibles, no solo por mayorías simples, puesto que de ese modo se prepararía el camino para alcanzar luego en el pleno el difícil quórum de 2/3. Por ponerlo en términos deportivos, la búsqueda persistente y leal de acuerdos amplios en las comisiones, superiores al de simples mayorías, equivaldría a una suerte de precalentamiento con vistas al partido que se jugará más tarde en el pleno.
Sí, en efecto, para aprobar normas en comisiones basta con mayoría simple, pero hacer en ellas un esfuerzo por conseguir acuerdos más amplios y extendidos que eso le haría bien al proceso constituyente. Esto quiere decir que la lógica para buscar acuerdos en las comisiones no debería ser simplemente la de ganar allí por unos cuantos votos, sino la de anticipar y favorecer los futuros e indispensables entendimientos en el pleno.
Se dirá que cada día tiene su afán y que no es del caso pensar en el pleno cuando se está votando en comisiones. Pero resulta que en lo que estamos es en un proceso donde cada fase puede determinar la siguiente tanto para bien como para mal. No estuvimos afortunados a la hora de aprobar nada menos que cinco reglamentos de la Convención, y la lección que dejó ese hecho, según creo, podría estar en la respuesta a esta pregunta: ¿por qué no llegar al pleno habiendo pasado antes por un ejercicio de acuerdos en las comisiones temáticas, sin contentarnos con victorias estrechas de normas en particular que a poco andar podrían mostrarse pírricas, es decir, circunstanciales, efímeras, intrascendentes?
Pan para hoy y pan también para mañana. Acuerdos amplios hoy para acuerdos más amplios mañana, porque sin estos últimos el resultado de la Convención no podría ser peor: carecer de una nueva Constitución que proponer al país.