¿Podría el triunfo de Gabriel Boric servir de soporte de una nueva coalición política, emulando lo que fuera la victoria del No en 1988 para la creación de la Concertación? Hay quienes lo descartan de plano, aduciendo a las diferencias entre sus potenciales integrantes. Pero de esto se trata: no de una licuefacción sino de un entendimiento entre corrientes que mantienen su propias identidades.
Partidarios y adversarios coinciden en señalar a la Concertación como ejemplo de una coalición exitosa. Es útil, por lo mismo, recordar cómo se gestó. Era 1988. La guerra fría aún no terminaba. Había que hacer converger a los adherentes de ambos bloques: el capitalista y socialista. Había que reunir a quienes habían apoyado el golpe militar —y a menudo los primeros y peores años de la dictadura— y aquellos que habían sido sus víctimas. También a quienes aceptaban los mecanismos que fijaba la Constitución de 1980 como fórmula para recuperar la democracia, con los que abogaban por formas más o menos violentas de insurrección. En fin, había que encontrar un camino común entre quienes aspiraban a reformar la revolución capitalista de Pinochet para volverla mas inclusiva y quienes promovían su desmantelamiento para retornar al Chile pre-73.
Las desavenencias, como se aprecia, no aludían a desaires, resquemores o matices. Aludían a posiciones antagónicas frente a acontecimientos históricos que habían sido la causa de indecibles dolores y que aún seguían vivos en la forma de cicatrices que no habían cauterizado, así como a visiones dispares sobre el pasado y el futuro. Pero, contra todo pronóstico, la Concertación vio la luz.
¿Qué lo hizo posible? Pinochet desde luego; pero no solo, como lo prueba que ella sobreviviera al eclipse de su figura. Fue fundamental, primero, la “efervescencia colectiva” (como llamara Durkheim a los eventos que dan origen a las religiones y a todo tipo de instituciones) que produjo el triunfo del NO, cuya dimensión simbólica y moral quedó grabada a fuego en varias generaciones. Fue clave, en seguida, la forma en que Patricio Aylwin configuró su equipo de gobierno. El gabinete (todos hombres, como se ha recordado en estos días) fue tejido con sutileza. Incluyó todas las sensibilidades de quienes estuvieron tras el No, unidas ahora por la empresa común de gobernar. Fue algo así como la expresión humana de la nueva alianza, que perduró más allá de Pinochet y de los cuatro años de Aylwin.
La situación de hoy tiene varios paralelos. Entre las fuerzas que respaldan a Boric hay obviamente diferencias, pero no las hondas grietas que separaban a quienes estaban contra Pinochet. Su triunfo sobre Kast tuvo, para las nuevas generaciones, un aire de gesta semejante al que tuvo para sus padres y abuelos el triunfo del No, lo que autoriza a pensar que podría erguirse en el soporte emocional de una coalición. La conformación del nuevo equipo de gobierno recuerda también el ejercicio de Aylwin, aunque en las condiciones de otra época. Están presentes, desde luego, los equilibrios políticos, tanto entre los partidos de Apruebo Dignidad como el que supone la incorporación de la vieja izquierda concertacionista. Pero agrega otras variables y contrapesos: mujeres, hombres y minorías sexuales, millenials y baby-boomers, Santiago y regiones, economía y causas sociales, política y ciencia, carisma y gestión. El resultado es un delicado mosaico que, al igual que el primer gabinete de la era democrática, delimita los contornos de una coalición diferente a la Concertación, pero que parece apropiada para dotar de gobernanza a una sociedad compleja, con formatos variables, márgenes de libertad y disidencia, y redes en la sociedad civil y la ciencia.
El éxito de la fabricación de una nueva coalición dependerá estrechamente de un factor que fuera clave en la experiencia inaugurada en 1990: el liderazgo del Presidente de la República. Menudo desafío.