Tengo un amigo que se acaba de hacer su tercer tatuaje, aunque ya no está en edad para tatuarse (no tengo objeciones morales ni políticas con los tatuajes, solo estéticas: su piel, como la mía, ya no tiene la lozanía requerida). Pero lo hizo igual y creo que se envició.
Su primer tatuaje fue la palabra APRUEBO en la parte de atrás del cuello. El segundo fue las letras CC, en negrita y mayúscula, en la pantorrilla. Y el último, que lo terminó la semana pasada, es el árbol magallánico de Boric en el bíceps izquierdo.
El viernes en la mañana me escribió un WhatsApp lúgubre: “Joe, se van a pitear la Convención. Se pasaron muchos pueblos de largo. Queríamos construir desde cero la casa de todos, pero esto no tiene techo, ni puerta ni ventana. Se volvieron locos. Amo la Convención, pero hay que salvarla de los convencionales. ¿Conoces ese dicho que dice que París es perfecta, salvo por los parisinos? Esto es lo mismo. Los convencionales van a destruir la Convención. Hay que quitársela de las manos. ¿Me ayudas?”.
Le respondí primero que el dicho sobre París lo había escuchado mil veces antes refiriéndose a Barcelona, Buenos Aires, Nueva York. Nunca escuché algo así en La Habana, Miami, Lima, Tulum o Penco; quizás porque sus habitantes son cordiales o porque el gentilicio no permite juegos de palabras. Tampoco he escuchado gente que diga “Santiago es perfecto, salvo por los santiaguinos”. Quizás sea porque nadie, en verdad, considera que Santiago sea perfecto. Yo sí. Aunque llegué a Santiago de adulto, me fasciné rápido con la ciudad. Sigo a “Santiago Adicto” en redes y defiendo a la capital, pese a todo.
Me di toda esta vuelta larga, porque necesitaba pensar cómo ayudar de verdad a mi amigo. Yo comparto su diagnóstico. La Convención está sobregirada. Solo esta semana aprobó eliminar el Senado, cortarles la carrera profesional a los jueces, poner un órgano que supervise a los medios de prensa, detener todas las actividades económicas en zonas que puedan haber sido territorios indígenas, por dar solo un par de ejemplos. Es cierto que estas ideas creativas solo se aprobaron en primera instancia y que falta todavía que se voten en el pleno, pero ¿y si se aprueban todas? ¿Qué va a pasar si la Convención autoriza una cantidad enorme de derechos garantizados, como dicen que ocurrirá, y luego no hay manera de financiar todo eso y el pobre Presidente Boric quede en la bancarrota y/o como un gobernante incapaz de cumplir con satisfacer los derechos del pueblo?
Mi amigo arbóreo tiene razón en estar preocupado: si no logra salvar la Convención, la desmesura terminará arrastrando a Boric en la rodada y todo el proceso de cambio se irá al tacho.
“Estoy de acuerdo contigo”, le escribí en el chat. “Me alegro”, respondió. “¿Qué se hace entonces?”, agregó. “Ni idea”, dije, escueto. “Ya, po, alguna cosa se te ocurrirá”, insistió. “Lo único que se me ocurre es partir haciendo lo que hacen los alcohólicos que se quieren rehabilitar: reconocer que tienen un problema”, retruqué. “En eso estamos”, añadió, y volvió a desafiarme: “¿No se te ocurre nada más?”. “Relatar esta conversación en mi columna del domingo en ‘El Mercurio'”, rematé.
Y es lo que estoy haciendo para ayudar a mi amigo, que siente que están matando a un ruiseñor.