Me he referido a él varias veces. Algunos lectores me han dicho que es un personaje que he inventado para camuflar mis propias opiniones: allá ellos. Es un viejo amigo periodista que cubre América Latina para un influyente periódico europeo. Viene a Chile con relativa frecuencia aprovechando el verano, donde conversa con una vasta red de fuentes y se inserta en la vida cotidiana. La pandemia interrumpió su costumbre, así que ahora volvió con nuevos bríos. Su intención es comprender lo que denomina el “fenómeno Boric”.
“¿Cómo un país de talante conservador y con traumas que lo volvieron reacio a las rupturas decide de pronto elegir a un joven político de provincia formado en la lucha callejera y no en las aulas de una universidad estadounidense, con una actitud y una agenda más cercanas a las aspiraciones de los nuevos ‘bobos' (burgueses-bohemios) europeos que a las de los viejos líderes tercermundistas volcados a emancipar a los ‘condenados de la tierra'?”. Mis esfuerzos por hilar una respuesta carecen de importancia; lo valioso son las consideraciones que conducían a mi amigo a hacerse esta pregunta.
Para empezar, estaba impresionado de confirmar una vez más la civilidad democrática chilena. A pesar del “estallido”, del estrés pandémico, de las tensiones propias de fabricar una nueva Constitución y de la polarización que azota al mundo, Chile es capaz de encauzar sus disidencias a través de un impecable proceso democrático. “Nadie cuestiona los resultados, el perdedor saluda sin demora y cordialmente al ganador, este conversa con el mandatario saliente y declara que será el Presidente de todos, incluyendo sus adversarios. El contraste con Trump ante Biden y, más cerca, de Fernández ante Macri, debiera hacerlos sentir orgullosos”, afirmaba mi amigo.
Pero lo que más le sorprendía era el gigantesco salto generacional que encarna Boric. Treinta y siete años lo separan de Piñera. Es una renovación largamente postergada. Será el mandatario más joven en la historia de Chile y uno de los más noveles del mundo. A pesar de que emergió en oposición al orden representado por Lagos y Bachelet, recibió su apoyo sin condiciones, lo cual fue clave para su victoria. Esto ha servido para reparar el quiebre, a la vez generacional y político, que había trizado a la centroizquierda. Un gesto igual no se ha visto en España, por ejemplo; y en los países europeos en que se ha producido un acercamiento, ha sido bajo la hegemonía de la vieja socialdemocracia, no de la nueva izquierda antipatriarcal y ecologista, como acá.
Semejante reconciliación con los “padres fundadores” —agregaba mi amigo— es también una excepción en América Latina. En Argentina todo pasa por Cristina. En Bolivia, por Evo. En Brasil, por Lula. En Venezuela, por Maduro. En Perú nadie sabe. En México, los herederos de AMLO son todos mayores. Y en Colombia, la renovación se produjo en la derecha, con Duque. Chile, con Boric, es un caso único en la centroizquierda de la región.
Otra originalidad —decía mi amigo— es una postura internacional muy diferente a la de la “izquierda bolivariana”. Boric no tiene deudas ni complejos con el PC, quien forma parte de su alianza de gobierno, pero después de marcar sus diferencias y derrotarlo. Su condena a las violaciones de los derechos humanos en Nicaragua, Venezuela y Cuba ha sido inequívoca. Y no teme conversar con el Presidente Biden acerca de sus “desafíos comunes”, entre ellos el “fortalecimiento de la democracia”.
¿Podrá Boric dar un nuevo aire a la izquierda latinoamericana, recuperándola de las garras del populismo y del nacionalismo ramplón? ¿Podrán estos “hijos de la Concertación” —como les llamara Michelle Bachelet en 2017— ser tan exitosos como lo fueran sus padres en conducir esta nueva transición?
Mi amigo es optimista. Cita a Enrique Krauze: “Boric tiene una oportunidad histórica: mostrar que es posible una izquierda constructiva y tolerante, acorde con la gran tradición republicana de Chile” —y ya el hecho de que lea a Albert Camus, acota el historiador mexicano, es motivo de esperanzas—. Ojalá estén en lo cierto.