Esta película se inicia con una niña y una mujer que cavan con las manos un pequeño hueco en el suelo. La niña debe acostarse en él. Parece una tumba, pero en verdad es un escondite para que ella se oculte cuando vengan a buscarla los hombres que se llevan a las niñas. La pequeña es Ana (Ana Cristina Ordóñez, Marya Membreño) y su madre, Rita (Mayra Batalla).
Ambas viven en una verde colina de la selva del estado mexicano de Jalisco. Un magnífico plano de los primeros minutos cartografía la situación: el monte, abajo, con unas casas desperdigadas, y atrás, en la cima de otra montaña, la mina de cantera que los hombres dinamitan y desventran. En los alrededores del poblado hay campos de amapolas, vibrantes y peligrosas; de ellas brota el opio en bruto. Para la temporada de cosecha, se hacen presentes las tropas del ejército, camufladas y enmascaradas, y las bandas de narcotraficantes, a bordo de modernas camionetas. Estos últimos son los que se llevan a las niñas.
Rita vive trabajando en el campo y cuidando a Ana. Cuando le crece demasiado el pelo, se lo corta para que parezca niño. Ana pasa sus días con dos amigas, inventando juegos secretos y yendo a una escuela en la que los maestros suelen renunciar, amenazados por las bandas del crimen organizado. Los niños del pueblo no tienen destinos más felices: entrarán a la milicia o serán soldados de los narcos.
Las niñas crecen, se hacen adolescentes. Nada ha cambiado y parece que nada cambiará nunca.
La directora Tatiana Huezo, nacida en El Salvador y avecindada en México, autora de algunos elogiados documentales previos, filma esta primera película de ficción con el espíritu del documental. Su cámara registra el paisaje a la vez inmenso y opresivo, la cotidianidad a la vez rutinaria y amenazante, la permanente angustia de vivir en el peligro sin ayuda alguna.
Es una cinta dura, sin rastros de sentimentalismo. A pesar de su drama infinito, solo dos veces asoman las lágrimas entre las protagonistas: en Ana, la primera vez que le cortan el pelo; en Rita, después de un intento de secuestro de los narcos. Todo el resto es entereza, resistencia, terror y silencio, un silencio en el que se refugia una vida invivible.
Noche de fuego es una película extraordinaria, una inmersión en el pavor llevada con el estoicismo y la honradez del viejo neorrealismo, donde las personas, las circunstancias y el paisaje se presentan inextricablemente anudados por la cámara, solo por ella, sin discurso ni ciencia social. Lo que muestra es intraducible a otro lenguaje que no sea el del cine. Este es cine hasta la médula.