El Presidente electo, Gabriel Boric, ha prometido condonar la deuda del CAE. Es una promesa cara. Equivale a tres años de la Pensión Garantizada Universal, y esto sin contar que los que hoy estudian con crédito seguramente pedirían gratuidad en el acto (mientras que los que ya pagaron reclamarían perjuicios). Por cierto, pagar esta política en cuotas en un plazo largo no la hace mejor decisión ni más barata —es algo que sabe cualquiera que tenga tarjeta de crédito.
¿Vale la pena esta cara promesa? Lo primero es que condonar el CAE no va a mejorar la educación ni va a darle más oportunidades laborales a nadie. No es, en sentido alguno, una inversión. Sin duda significaría un aporte enorme para sus beneficiarios, los que incluyen a personas cuyos estudios no rindieron fruto, pero también a profesionales de buen vivir. Un estudio de la Subsecretaría de Educación Superior revela que la mayoría de los deudores del CAE ascendió socialmente desde que lo obtuvo y que para una mayoría también la cuota es menos del 5% de sus ingresos. De todos modos, desde 2012 las cuotas están acotadas al 10% de la renta y pueden suspenderse en caso de desempleo. Si aun así el CAE es un agobio para algunos —tal vez para quienes desertaron de sus carreras—, sería mejor pensar en apoyos para ellos y no en un subsidio a mansalva.
Pero lo más decepcionante es lo que esta propuesta revela sobre nuestras prioridades. De los 37 países que mide la OCDE, Chile es el cuarto que más gasta en educación superior respecto de lo que gasta en educación escolar (OCDE, 2021). Buena parte de ese gasto es privado, pero aun en gasto público Chile se encuentra por sobre el promedio de gasto relativo en educación superior. Las tendencias son decidoras: mientras entre 2012 y 2018 el gasto público en la OCDE creció 12% para educación escolar y 7% para superior, en Chile crecieron 19% y 92%, respectivamente. Es decir, no solo nuestro gasto público está cargado hacia la educación superior, sino que esto se ha acentuado brutalmente en los últimos años. Ello se debe a la gratuidad y solo puede acrecentarse a medida que, como mandata la ley, se vayan incorporando los deciles más acomodados.
Son datos preocupantes si pensamos que, mientras más tarde invertimos en educación, para muchos puede ser ya demasiado tarde. Creer que las ventajas de la educación superior se igualarán por hacerla gratuita es no comprender hasta qué punto las condiciones materiales de existencia pueden afectar la vida, sobre todo en sus inicios. Como un ejemplo, en los estratos socioeconómicos bajos casi uno de cada cinco jóvenes no termina el colegio (PNUD, 2017).
La condonación del CAE aumentaría todavía más el gasto en educación superior, y particularmente en financiamiento estudiantil (o, más bien, exestudiantil). Dejando aparte otras necesidades, como salud o pensiones, ¿hace sentido seguir privilegiando los niveles educativos más altos, en vez de igualar desde el comienzo? Incluso dentro de la educación superior, la gratuidad (con sus coletazos, como condonar el CAE) ha acaparado nuestros recursos y nuestros debates posibles: no hemos hecho más que hablar de ella. Mientras tanto, apenas hablamos sobre cómo mejorar la calidad del sistema, cómo fomentar la investigación de punta o cómo reducir la deserción, entre otras cosas. ¿No será hora de repensar las prioridades?
Loreto Cox