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Editorial
Lunes 10 de enero de 2022
Constitución y alimentación
Pareciera que el vocablo “derecho” se hubiese constituido en un código de sanación universal de los males sociales.
El tema alimentario ilustra la variedad de ámbitos que se desea incluir en el nuevo texto constitucional. El afán refundacional con que buena parte de ellos se enfrentan ha instado a los convencionales a desafiar la mayoría de los consensos sobre los que la sociedad basaba su convivencia en el pasado.
Hay constituyentes que quieren que la alimentación se incorpore a la futura Carta como un “derecho, en calidad y cantidad”. Curiosamente, fundan esa afirmación en el hecho de que la población sufre un problema de sobrepeso. Pero esto último, lejos de provenir de una ausencia de derechos, es efecto de malas decisiones alimenticias tomadas libremente por aquella, aunque, en algunos casos, inducida por el bajo precio de ciertos alimentos poco saludables, que la han atraído a ingerirlos de manera exagerada.
Para enfrentar este problema, el Estado debería incrementar sus actuales programas con el fin de inducir y educar hábitos de alimentación saludables, pero eso poco tiene que ver con el “derecho” a la alimentación antes mencionado. Pareciera, así, que el vocablo “derecho”, que se invoca con tanta frecuencia, se hubiese constituido, casi mágicamente, en un código de sanación universal de los males sociales.
Aun así, ello ha abierto otra discusión, esta vez en torno a los conceptos de “seguridad” y “soberanía” alimentarias. El primero se refiere a la disponibilidad de alimentos; se aspira a que esta sea “inocua, saludable y sostenible, que cubra las necesidades biológicas y nutricionales de las personas, respetando sus tradiciones sociales y culturales”. El segundo tiene que ver con su origen, para lo que se propone que “los pueblos determinen libremente sus propios sistemas de producción, procesamiento y distribución de alimentos”. Esto supone que el Estado sabe cuál es la sana alimentación que debe estar disponible para las personas —salvo en lo referente a sus tradiciones culturales— y que, en consecuencia, las preferencias de estas, y sus “derechos” al respecto, pasan a ocupar un lugar secundario. Por otra parte, que sea la producción local soberana la encargada de satisfacer la demanda de alimentos del país constituye un gigantesco retroceso en el objetivo de disponibilizar alimentos —y otros bienes— a la humanidad, y hace más difícil conseguir que estos sean “inocuos, saludables y sostenibles”, como se pretende.
Todo este debate da cuenta de una preocupante confusión conceptual, que parece fundarse en que el solo uso de ciertos términos —territorios, derechos, cultura ancestral—, que para algunos convencionales son de aplicación universal, fuese garantía suficiente para una correcta aproximación al problema de que se trate.