El grito del hincha en el Nacional, hace ya tiempo, fue para un lateral de la selección de Chile. Un consejo ardiente, con el fin de detener a un delantero ágil y alado. Lo lanzó a voz en cuello y la reacción, la verdad, fue una risotada y luego una cierta pena.
El segundo grito, que fue hace poco en el Estadio Sausalito, le dio una dimensión distinta al asunto.
El caso es que la selección de Chile, una vez más, fue sancionada a jugar sin público. Fue, entre otras cosas, por cantos discriminatorios en el partido contra Ecuador y podrían haber sido carteles, gestos o dichos, por lo de siempre: el racismo rampante y corriente de los estadios chilenos, frente a Perú, Bolivia, Venezuela, Colombia, Brasil, Paraguay, Uruguay y Argentina. ¿Será ese el orden de la intensidad del racismo?
Desde las tribunas y galerías, y cuando está la selección en la cancha y se juega por los puntos, aumentan los niveles y por eso Chile, por esta razón, es el país más castigado por la FIFA.
Nadie protesta demasiado, por otras sanciones claro que sí, pero por esta mejor no, más vale silencio y padecer la vergüenza, en el fondo, reconocer los hechos: el chileno es racista, el público es chileno y cuando juega la selección hay patente de corso y si no es por la razón que sea por la fuerza de la violencia verbal, la ofensa, discriminación, xenofobia y todo lo que se lanza a un caldo hirviendo.
Hay generaciones con una costra incrustada en la piel, son años de malas prácticas, educados en el chiste agraviante y la comparación ofensiva. En las tribunas se agrede a los jugadores por el color de la piel, sin duda, pero por clase social, apariencia física o algún desperfecto o abollón, lo que sea y todo vale.
La evolución, es de esperar, vendrá cuando desaparezcan —en rigor: desaparezcamos— un par de generaciones no solo del bendito fútbol, sino del maldito mapa.
La desaparición —si el mundo sigue por donde va— debería dejar bajo tierra, en nicho o acaso se me van quemando de uno, los racistas chilenos y el racismo nacional.
Que así sea.
El primer grito, el del Nacional y hace años, fue por ese puntero que era una bala y no había forma de detenerlo:
—“¡Písale la cola!”.
Hubo risas en la tribuna, pero luego cayó la pesadumbre del título de una película italiana: “¡Dios mío, cómo he caído tan bajo!”.
El segundo grito, el del Sausalito y reciente, fue más elaborado.
—¡Negro! ¡Negro malo! ¡Negro, escucha!
El blanco, se suponía, era un delantero encabritado y veloz.
—¡Negro malo! ¡Negro de porquería!
La suposición general y el grito tan majadero, que por cierto carecía de humor, revelaba que el gritón era un racista. Contra más gritaba, peor: un maldito y sucio racista.
El último grito cambió la historia, porque en realidad el único destinatario, al igual que en el caso del Nacional, era el lateral y marcador, pero en ningún caso el delantero.
—¡Marca bien al afroamericano: Negro malo!
El del grito no era el racista.
Los racistas éramos los demás, los que nos reímos de nosotros mismos.