Hoy, como con cada nuevo período de gobierno, nos volvemos a preguntar dónde habitará el futuro Presidente durante sus funciones, y si acaso la nación no debería disponer de una propiedad para tal efecto en la capital, sumándose a las otras dos bellas casas que existen en Viña del Mar y en Coya, Machalí.
A lo largo de nuestra historia, el problema de la vivienda oficial ha sido una preocupación recurrente; el Palacio de La Moneda fue ocupado de manera intermitente –un departamento en el segundo piso de la esquina nororiente, con acceso privado desde la puerta de Morandé 80, abierta con ese fin en 1906– desde que Bulnes lo designara como sede del gobierno en 1845, hasta el período de Ibáñez en 1958. Fuera de esta adaptación y la casa de Tomás Moro en 1971, no se ha materializado en Chile el proyecto de una residencia presidencial, salvo el episodio de la casa de Lo Curro, encargada en dictadura y cuyo costo exorbitante, tamaño descomunal y gusto estrambótico la convirtió en el primer escándalo del régimen, de modo que, aunque terminada, jamás pudo ser ocupada.
En Chile, el debate sobre una residencia oficial ha sido en función de un cierto orgullo romántico de la austeridad de la figura del o de la presidente, quien vive con sencillez durante su mandato y luego vuelve a ser un ciudadano común. Persisten las imágenes de Jorge Alessandri caminando desde la Plaza de Armas a La Moneda o de Eduardo Frei Montalva recibiendo a la reina Isabel en su casa de Providencia. No obstante, en muchos países la vivienda de los jefes de Estado es una tradición republicana que contribuye al prestigio institucional del Poder Ejecutivo, además de resolver, de un modo preestablecido, cuestiones prácticas concernientes a la seguridad y el protocolo. Ha sido siempre un tema interesante para ejercicios académicos de arquitectura, pues una residencia oficial debe interpretar la imagen del país y satisfacer actos de sentido simbólico, desde las funciones de representación y trabajo hasta la intimidad de la vida familiar, garantizando las condiciones de servicio y seguridad.
La conveniencia de contar con una vivienda adecuada se suma a la oportunidad de poner en valor el centro histórico de la ciudad, deprimido por años y que todavía cuenta con verdaderas maravillas arquitectónicas. En el entorno del Barrio Cívico se encuentran edificios modernistas de gran calidad espacial y constructiva, pero es en los barrios Brasil y Yungay donde existen magníficas mansiones en buen estado de conservación que podrían servir para las funciones de una residencia presidencial, recuperando así el sentido público, cívico y democrático del corazón de la capital.