En “Guerra y Paz” —que para escribir esta columna he hojeado después de 40 años, produciéndome un deseo incontenible de volver a leerla—, toda la trama gigantesca movida por decenas de personajes maravillosos se sostiene en el conde Pierre Bezújov, un hijo ilegítimo que hereda una inmensa fortuna, una de las mayores de Rusia. Era un hombre bueno, quería hacer el bien a sus semejantes, su alma era bella, poseía los recursos, pero la sociedad en que vivía y sobre la cual intentaba realizar sus acciones estaba corrupta y todo le resultaba mal, al revés de lo que su mente bondadosa había planeado con esmero.
Esta entrada obedece a que mi querido Pierre, en una asociación que agradezco, me lleva hacia la Convención Constituyente. Siempre preferiré a un hombre o una mujer honestos y bien intencionados en el poder que a uno deshonesto que, quizás como conoce las dos caras de lo ético, puede ser más eficaz en la realización de sus propósitos.
Estoy convencido de que el ejercicio de deliberar acerca de una nueva Constitución es, en sí mismo, beneficioso y un ejemplo de civilización. A pesar de los desacuerdos que cualquiera puede tener, es patente que la señora Elisa Loncon y el señor Jaime Bassa hicieron un gran papel y un servicio a nuestra república, y considero que no haberlos invitado y homenajeado en La Moneda fue un acto de cierta mezquindad y un error político fácil de evitar. Espero que con las nuevas autoridades se enmiende, en parte, esa omisión.
Me preocupa, con todo, que la Convención incurra en un error en cuanto a la naturaleza específica de su encargo. Una Constitución no es libro que resuma los anhelos compartidos respecto de la sociedad chilena. No es un manifiesto que contenga la intención consensuada de una sociedad más justa, inclusiva, respetuosa con la naturaleza, igualitaria. Las buenas intenciones deberían ser, más bien, la urdimbre de una serie de instituciones que permitan ir moldeando una sociedad que no está integrada por ángeles y demonios. La Constitución es un instrumento complejo que requiere de talento jurídico fino, casi excepcional, para que pueda ser eficaz. El procedimiento empleado para redactarla que, a pesar de sus tropiezos, es el adecuado, no descarta la posibilidad de concluir con un texto admirable en cuanto a sus intenciones, pero incapacitado como motor de cambio social efectivo. A veces, percibo a demasiados bonachones Pierre Bezújov flotando en medio de esos “colectivos” entusiastas, y me falta un Andrés Bello, alguien que afronte la sociedad de nuestro tiempo, sus motivaciones, su estructura y funcionamiento —un sistema complejo y escurridizo—, y descubra los mecanismos jurídicos para hacerla virar de rumbo, aunque sea un poquito.