A mitad del camino de su vida, la Convención Constitucional (CC) enfrenta una serie de problemas; verdaderas encrucijadas algunos de ellos.
Primero, procedimientos engorrosos; algunos como resultado de su diseño original, otros por la frondosidad de los reglamentos que elaboró la propia CC, supuestamente para facilitar su acción. Algunos de estos denotan gran imaginación burocrática, pero no, necesariamente, efectividad práctica.
Segundo, descoordinación de la actividad individual y colectiva de sus miembros, que redunda en duplicación de esfuerzos, mal uso del escaso tiempo con que cuenta y una imagen de baja productividad. La transparencia mediática no siempre favorece la vista sobre los patios interiores de la democracia.
Tercero, comunicación desordenada, tanto a través de los canales internos como, sobre todo, hacia el exterior. Esto deteriora la confianza de la población. Y complica, indirectamente, la gobernabilidad del proceso e incluso, por rebote, al futuro gobierno.
Cuarto, dificultades reiteradas para producir o negociar acuerdos, como confirma la reciente elección de autoridades de la CC. Predominan las disputas fraccionales y entre personalidades que compiten por visibilidad, puntos de vista, funciones, estatus y reconocimiento. Al interior de aquellos patios, inevitablemente, se agolpan pasiones e imágenes, creencias y emociones.
Quinto, intolerancia de la mayoría frente a la minoría de derecha (la más numerosa). Y esto no solo porque una parte de ella manifiesta una disposición negativa frente a la CC, actitud que tiene derecho a declarar, sino por considerar que este grupo no merece atención ni deferencia alguna, por cargar con una suerte de discapacidad ética a sus espaldas. Es una manera, por tanto, de excluirlo que, en el límite, se expresa como acallamiento de voces consideradas impropias.
Sexto, la infundada creencia de esa heterogénea mayoría de izquierdas, alimentada por redes sociales, medios de comunicación y algunos analistas, de que ella constituye —cuantitativa y cualitativamente— la mejor y más fiel representación de la sociedad chilena. La soberanía popular tendría ahí su más potente manifestación. Incluso, inicialmente, esa mayoría reclamó para la CC un poder ilimitado, en competencia con el poder constituido que, se decía, había sido derogado o reducido a su mínima expresión por el estallido del 18-O. Tal pretensión parece, por ahora, abandonada.
Séptimo, el apenas oculto desdén —entre esa mayoría— por los partidos políticos y las intermediaciones propias de la democracia representativa, participativa y deliberativa, en favor de personas sin partido, independientes de cualquiera ligazón orgánica, salvo con sus bases locales, la calle y los movimientos sociales (y su capacidad de aplaudir o funar al unísono). Es de esperar que esta comprensión iliberal de la democracia no se refleje luego en el texto que la CC deberá someter, más adelante, a plebiscito.