Una de las virtudes que más me agradan de la lectura es la propiedad que tienen, incluso los malos libros, de liberarme, al menos en parte, al menos por un rato o unas horas, de la situación en que me hallo, invitándome a trasladarme a otra. En la juventud, cuando somos lectores más ingenuos, leer es como un viaje: de pronto, se abre una puerta inesperada y somos transportados a acompañar a Miguel Strogoff por sus aventuras en las estepas rusas, entramos junto a Alyocha en la celda del starets Zosima, acompañamos a Adriano a las orillas del Nilo en su llanto por el sacrificio de Antinoo, nos sentamos en el salón con Isak Dinesen en su granja en África, o nos quedamos sorprendidos escuchando a Femio cantar la historia de un tal Odiseo, sabiendo que Odiseo está en la misma mesa. Podría enumerar tantísimos lugares y épocas en que nunca estuve ni estaré, personajes extraordinarios que nunca he conocido ni conoceré, situaciones dramáticas, alegres, trágicas o festivas de que fui testigo invisible: el exacto momento en que Paolo y Francesca se enamoran leyendo un libro en que otros amantes se enamoran, la mañana en que Francisca le avisa a Marcel que Albertina lo ha abandonado, ese despertar atroz en que Gregorio Samsa amanece convertido en una cucaracha.
No escogemos el lugar, la hora, la época, la familia, la cultura en que naceremos, creceremos, seremos educados. Una mano misteriosa, como si fuéramos unos dados, nos arroja azarosamente en la situación en que nos tocó en suerte llegar a existir. La lectura no solo transporta, sino que también enseña que se dan otras situaciones distintas, otros puntos de vista, otras maneras de ser y ver el mundo perfectamente posibles, las cuales acaso pudieran haber sido la nuestra.
La propia situación, por ejemplo, la clase social a la cual pertenecemos o la cultura que heredamos, se convierte en prisión si no somos capaces de darnos cuenta de que es una entre otras, tomar distancia de ella, mirarla con espíritu crítico y acaso regresar, ahora por decisión propia, para poder amarla libremente.
En la política, en la vida en la comunidad, también es esencial desarrollar esta virtud. En una nación como Chile concurren cientos de situaciones diversas y alejadas de la propia. No necesitamos pensar en África, Rusia, Francia o el infierno: basta desviarse algunos minutos del camino usual, mirar aquello que se mueve de soslayo, leer. La tarea del ciudadano y del político es levantar la vista, no ofuscarse pensando que la propia situación es la única ni menos la más importante, la sola situación que corresponde proteger y valorar. Estamos situados, pero podemos construir y abrirnos a un mundo. Lo otro es pobreza.