Hay que remontarse a los tiempos del Presidente Lagos para encontrar un gobierno que pasara la posta a otro de su mismo color. En 2010 Bachelet fue sucedida por Piñera. Cuatro años más tarde, y movimiento estudiantil mediante, Bachelet arrasó con un programa de cambios. Pero el contundente apoyo electoral de la Presidenta se desvaneció al poco andar, para terminar devolviendo nuevamente el mando a Piñera, quien ganó con un buen margen. Decir que tras el estallido el apoyo al Presidente Piñera se esfumó sería poco, y ello quedó plasmado en la elección de constituyentes, funesta para el oficialismo. Pero solo seis meses después, la primera vuelta dio como vencedor a Kast, quien encarna, quizás, la antítesis del estallido. Tras un esfuerzo moderador, luego de cuatro semanas, Gabriel Boric obtuvo un triunfo arrollador.
¿Cómo hacer sentido de esta historia electoral oscilante? (Hay quienes dirían errática, hasta caprichosa.) Por de pronto, ella no parece reflejar un apoyo abrumador y persistente hacia uno u otro rumbo. Podría pensarse que ello se debe al voto voluntario y que sin abstención el electorado sería más consistente. Sin embargo, las encuestas muestran que las preferencias de quienes no votan, a grandes rasgos, replican los resultados electorales. ¿Cómo se explica, entonces, este ir y venir de la ciudadanía?
Hay quienes afirman que la opinión pública tiene ciclos y que responde como un termostato a las políticas que se implementan: si hace calor, quiere bajar la temperatura; si hace frío, quiere subirla (Wlezien, 1995). Por ejemplo, en EE.UU. la tolerancia a los impuestos federales, registrada en encuestas desde 1947, es un verdadero sube y baja. Los recortes de impuestos de Reagan y luego de Bush aparecen después de una década en que el rechazo a los impuestos aumenta y son seguidos de períodos largos en que ocurre lo contrario (Stimson, 2015).
Sin ir más lejos, la opinión pública pendular se observa también, por ejemplo, en la valoración de la igualdad de ingresos vis a vis el premio al esfuerzo individual, medida por el CEP desde 2008. Si bien los movimientos son sutiles, hay, digamos, un 10% que ha ido cambiando su respuesta de forma consistente con nuestra oscilante historia electoral. Parece poco, pero es suficiente para dar vuelta una elección.
Lo preocupante es que los ciclos que observamos son demasiado cortos. Ello pone en riesgo la capacidad de hacer transformaciones duraderas y la estabilidad política. Un aceleramiento de los cambios es, quizás, un signo de nuestros tiempos, más aún con las redes sociales. Pero seguramente también influye la debilidad de los partidos políticos. La población que se identifica con algún partido cayó desde casi 80% en los noventa a solo 18% hoy (CEP) —y eso que hay mucha más oferta—. Sin instituciones que medien entre la ciudadanía y la política, no hay razón para guardar lealtades: cuando un liderazgo no me gusta, simplemente me cambio.
La discusión constitucional debiera apuntar a extender el horizonte temporal de la política, tal vez mediante una mayor separación entre gobierno y Estado, y de seguro fortaleciendo a los partidos. En el intertanto, más vale recordar que aun cuando la mayoría sea amplia, no asegura una adhesión rotunda a una agenda. Tal vez sea mejor gobernar con complejos, pues quizás los votos estén prestados.