¿Qué tiene que hacer Dios en una Constitución?
Se trata de una pregunta nada impertinente, porque en un Estado laico (¿lo somos?) y en proceso de darse una nueva Constitución, el asunto constituye realmente un tema a resolver de una manera que explicite ese carácter y que, a la vez, declare y garantice la libertad de religiones e iglesias, incluido el culto privado y público de ellas.
En su Preámbulo —ese breve texto expresivo a la par que informativo que suele preceder al articulado de una Constitución—, la Constitución colombiana de 1991 incluyó una expresa invocación a Dios y a la protección que se esperaba de este en el momento de ponerla en vigencia.
Tal como con otros procesos constituyentes, es útil observar el que tuvo lugar en Colombia hace 30 años. Se hallarán no pocas similitudes y también más de una diferencia, pudiéndose notar, como es casi siempre la regla, que el proceso constituyente, en ambos casos, fue hijo de una crisis, y que hay racionalidad en los pueblos cuando optan por una vía institucional en medio de conflictos internos que parecen superarlos y ponerlos en actitud de irse a las manos. Ni desacuerdos ni conflictos son patologías sociales de las que tengamos que curarnos o avergonzarnos: son fenómenos inseparables de la vida en común y, tratándose de desacuerdos, hay que esforzarse para que no se transformen en conflictos, lo mismo que, ocurrido uno de estos últimos, es preciso utilizar, si la hay, o crear, cuando no la hubiere, la instancia, el procedimiento y las reglas que permitan darle un curso pronto, pacífico y eficaz, conducente a un resultado justo o a lo menos aceptable que todas las partes involucradas puedan aprobar.
En una conciliación nadie gana todo y nadie pierde todo, y es de esa manera que las sociedades democráticas van avanzando, de un paso a la vez, para insatisfacción de los extremos, que querrían permanecer siempre en un mismo peldaño o saltar varios de una vez. Son las instituciones democráticas y su buen funcionamiento lo que permite ese tránsito a la vez sin pausa ni apresuramiento y no la figura de algún líder providencial o ideología que pretenda tener todas las verdades de su lado. Fue una idea provocadora la que planteó el filósofo Gianni Vattimo, en conferencia de hace algunos años en La Moneda: “no nos ponemos de acuerdo cuando encontramos la verdad, encontramos la verdad cuando nos ponemos de acuerdo”.
Pero volvamos a Dios.
Está claro que el preámbulo de nuestra próxima Constitución no hará referencia a Dios ni tampoco al plural dioses. Cuentan que por encargo del entonces Presidente de Colombia, Gabriel García Márquez revisó el proyecto de Constitución de su país y sugirió cambiar “Dios” por el más inclusivo “dioses”, pero no tuvo éxito y en el texto final quedó solo un rotundo singular.
Lo más probable es que nuestra futura Constitución declare expresamente que Chile es un Estado laico, pero, a la vez, respetuoso de la libertad religiosa, una fórmula que no se avizora de aceptación difícil para nadie. Sin embargo, el asunto se vuelve más complejo si se tiene en cuenta que Estado confesional es el que tiene una religión oficial y excluye a las demás; Estado religioso el que, sin adoptar una religión oficial, ve en todas un bien y las hace objeto de algún tipo de beneficios; Estado laico, aquel que no se pronuncia acerca del bien ni del mal de religiones e iglesias y permanece enteramente neutral frente a ellas, sin perseguirlas ni beneficiarlas; y Estado antirreligioso, o laicicista, el que considera que los credos religiosos son un mal y los prohíbe a todos por igual.
Descartando que Chile pudiera declararse un Estado confesional o antirreligioso, quedan solo dos opciones —religioso y laico—, y la cuestión tiene interés porque, al menos hasta hoy, nuestro Estado se ha comportado como un Estado religioso antes que laico, como un Estado que otorga beneficios especiales a religiones e iglesias y no permanece neutral ante ellas. Entonces, y de acuerdo a la clasificación precedente, ¿será Chile en el futuro un Estado religioso o uno laico, o uno que se declarará laico y se comportará como religioso, o uno que permanecerá mudo a ese respecto, limitándose a garantizar la libertad religiosa, quitándole el bulto a cualquier otra definición?
Un Estado propiamente laico no debería ayudar a religiones e iglesias con exenciones tributarias, beneficios aduaneros, donaciones de bienes de propiedad pública, o subsidios a instituciones religiosas de enseñanza, pero las religiones e iglesias podrían decir que si el Estado hace todo lo anterior en favor de las artes, la cultura, el deporte, ¿por qué no podría hacerlo también en favor de organizaciones de tipo espiritual que profesan un credo religioso cualquiera?
El debate está abierto.