No es fácil discrepar en un ambiente de unanimidad. Desde luego, es muy peligroso hacerlo en un régimen totalitario. Pero la unanimidad a veces también puede instalarse en democracia: es lo que ocurrió dentro de la izquierda y centroizquierda desde el estallido social de 2019, y es lo que está volviendo a ocurrir hoy, en vísperas de la segunda vuelta presidencial. Siempre me ha asfixiado la unanimidad y me he rebelado desde niño contra ella. La fuerza coercitiva de la propia tribu puede ser brutal: en las pandillas en los colegios (Mario Vargas Llosa lo describe muy bien en su relato “Los jefes”), en una comunidad estrecha y autárquica, y para qué decir en un partido, secta o iglesia. Es mucho más cómodo adherirse a ella que oponerse, pues eso nos ahorra la reflexión personal y nos evita ser señalados con el dedo.
Me rebelé muy joven contra la unanimidad en tiempos de la dictadura militar, donde los disidentes a la verdad oficial éramos motejados de “comunachos”. Otra unanimidad —pero esta vez de signo inverso— hoy vuelve a ejercer su insidiosa presión, en los días previos a la decisiva elección de este domingo. A los que disentimos del relato “octubrista” y de la “revuelta” se nos acusó de “fachos”. Así se caricaturiza a quienes no acatamos las consignas y órdenes de nuestros “pastores”. Nuestra izquierda muchas veces se ha comportado como la Iglesia lo ha hecho: predica sobre el mal que está afuera, pero silencia y se hace cómplice pasivo de los abusos propios.
El silencio de la centroizquierda o ambigüedad ominosa ante la violencia nihilista destructiva que asoló nuestros espacios públicos en octubre y noviembre de 2019, y desfondó el orden público, desnudó la falta de convicción democrática de políticos e intelectuales de ese sector. Hoy esa misma centroizquierda derrotada en primera vuelta se ha lanzado a los brazos de la candidatura del Frente Amplio y el Partido Comunista, con una rapidez que tengo que confesar me sorprende. ¿Por qué esta abdicación política disfrazada de entusiasmo? ¿Por qué esa entrega incondicional frente a quienes devastaron en su relato maniqueo los “treinta años”, nuestra transición, y denostaron a sus líderes e incluso validaron intelectualmente la violencia como arma política legítima, convirtiendo a los adversarios en enemigos a destruir? ¿No habría que cultivar un sano escepticismo ante esta reconversión tan rápida de las “almas bellas” (la noción es de Hegel) del Frente Amplio hacia un discurso socialdemócrata?
No olvidemos que una joven política muy cercana al candidato de Apruebo Dignidad planteó la posibilidad de “rodear” la Convención y convertirla en nuestro propio asalto al Capitolio. El candidato parece más razonable que muchos de los que lo acompañan, pero ¿tiene el talante y el carácter suficientes para contener a sus compañeros “ultras” que hasta hace poco vibraban con las llamas y la primera línea? ¿No debió habérsele exigido como mínimo el compromiso irrestricto con el Estado de Derecho antes de regalarle los votos con tanta generosidad y premura? Los líderes de la ex-Concertación actúan a veces como padres culposos ante sus hijos parricidas. Izquierda radical y centroizquierda se han unido contra el supuesto “fascismo” de un candidato conservador, pero no fascista en sentido estricto. Un candidato producto del rechazo al delirio ultraizquierdista. Pero hablemos de fascismo. ¿Acaso no es fascismo funar, y quemar iglesias y bibliotecas? ¿No lo es la cancelación por “negacionismo” en la Convención? Me cuesta creer en esta súbita “epifanía” democrática de los que hasta apenas unos meses se declaraban devotos de la “calle” y la “democracia directa”. Aunque tenga que padecer una vez más la condena sumaria de los dueños de la “verdad” y la superioridad moral que ahora se han travestido de tolerantes, no me sumo. No firmo ni una carta de apoyo, ejerzo mi legítimo derecho a la duda y la disidencia. Soy libre una vez más.