Como sea, la primera vuelta y las otras elecciones que la acompañaron crearon una realidad nueva. Dentro de la incertidumbre tremenda que se dejó caer sobre el país, abrió una ventana de esperanza de recuperar un camino que respete la trayectoria institucional, y un mensaje de lealtad al sistema democrático, lo que implica equidad entre derechos y deberes. Para apaciguar la profunda desconfianza mutua de dos Chile, apareció una nueva perspectiva política y comunicacional que refleja una actitud, si no precisamente de centro, al menos más centrada. Tuvo un momento indecoroso, el coqueteo de ambos presidenciables con los votos y con la figura de un candidato que hizo campaña desde Estados Unidos aprovechando un resquicio, arrojando una mancha sobre el rigorismo ético que emanaba de la trayectoria expresada por los candidatos de la segunda vuelta.
Todo el mundo del que surgió Boric, el 2011 y lateralmente el Estallido, corresponde plenamente al espíritu del neopopulismo y neomarxismo, de profundas raíces en América Latina (en ninguna otra región del mundo existe un marxismo político) y siempre aguardando en nuestro preconsciente. Hasta mayo de este año, quizás hasta las primarias, todo indicaba que el espíritu de la candidatura de izquierda más antisistema se orientaba a estos neopopulismos. Tenía una fuerza enorme. Después comenzaron a cambiar las cosas. En el panorama posterior a la primera vuelta, quizás el mismo Boric sea capaz de transitar, como lo hizo su alter ego de Grecia, el movimiento radical de Syriza, y su líder Alexis Tsipras hace pocos años, que llegó al gobierno con el mismo ímpetu de nuestro Frente Amplio, para finalmente reemplazar al antiguo y desgastado socialismo. No acudo a un ejemplo exótico. Aparte que los dilemas políticos poseen analogías a lo largo del mundo, no por casualidad Chile tiene grandes parecidos estructurales con la política de la Europa mediterránea, en virtudes y falencias por cierto.
Kast provenía de un búnker que era lo más parecido a un antiguo conservadurismo; como si el ala de derecha de los rebeldes católicos de los 1930, un Jorge Prat, Jaime Eyzaguirre o Julio Philippi, que anhelaban renovar la política, hubiesen creado una alternativa de este tipo. A Kast de pronto se le vino encima la probabilidad de canalizar por buen sendero a este Chile descarriado. De triunfar, tendría que romper un mantra de este país y de las derechas latinoamericanas del último medio siglo, que no les va bien una vez que toman las riendas de sus gobiernos; el sistema solo es salvado cuando sus adversarios, sin decirlo, asumen algunos principios y prácticas de la derecha.
En Chile, un rasgo especial, el eje derecha-izquierda es antiguo y quizás sea mejor que jamás se desdibuje del todo. Kast tendría dos tareas —además de recibir una economía desfondada por los esfuerzos parlamentarios—, una más formidable que la otra. La primera, representar a todas las derechas y otras fuerzas concomitantes. La segunda, empresa hercúlea, tratar con la Convención, mostrando que representa a otro Chile que al menos no le iría mucho en zaga en lo que se refiere a números, pero se podría llegar a un acuerdo que resguarde en lo esencial la tradición constitucional de la república, que no ha sido para nada tan antidemocrática como se ha insistido; y que se conserve en lo esencial la unidad de la nación sin parcelar al país. Esto también lleva consigo asumir algunas de las metas de la izquierda; en este sentido, las derechas constituyen un complemento central de toda democracia. Sin espacio para frivolidades, el Chile que emerge no será un escenario para débiles.