La universal e inmortal gracia del fútbol es que todo es debatible. Y es obvio que existen muchas verdades, muchas veces contradictorias entre sí.
En esta época del año proliferan las encuestas, los rankings, las premiaciones y los balances, sin que se pueda llegar, obviamente, a la unanimidad. Eso es lo entretenido: si estuviéramos todos de acuerdo no sería sabroso. No es una carrera, ni la longitud en un salto, sino una suma de elementos a los que hay que agregar la pasión con que defendemos el argumento.
Dicho eso, hay dos grandes dudas instaladas tras el final del último torneo: ¿Es esta Universidad Católica el mejor equipo de la historia del club? Y la segunda, ¿es esta la peor crisis de la Universidad de Chile?
Responder la primera significa evaluar si el inédito tetracampeonato —que timbra la supremacía cruzada en la última década— debe ser homologado solo en el plano interno. Si es así, no hay dudas que la UC del “Tati” Buljubasich se convierte numéricamente en la mejor escuadra de todos los tiempos. E incluso entra a batallar con el Ballet Azul y el Colo Colo de los 90. No hay parangón de una hegemonía tan marcada, sostenida y brillante desde las estadísticas. El debate debería entonces centrarse en el paladar futbolero, que es impreciso y requiere haberlos visto a todos.
El problema sigue siendo la proyección internacional, donde este ciclo ni siquiera entra a competir, incluso con la propia historia del club. Y los grandes equipos, los planteles inmortales, siempre tuvieron esa correlación. La U del “Zorro” Alamos, la Unión de Santibáñez, el Cobreloa de Cantatore, el Colo Colo de Jozic y la U de Sampaoli no solo levantaron trofeos en Chile, sino que dejaron huella en el continente.
Esa es la paradoja de esta UC que anuncia que va por el penta, pero minimizando el desafío internacional “porque en estos tiempos es difícil competir”, como si el Independiente de Bochini, el Flamengo de Zico o el Boca de Tabárez hubieran sido pan comido. Para competir entre los grandes, en San Carlos deben asumir que les falta un peldaño aún.
Distinto es el caso de la U. La crisis actual —tres años peleando por mantener la categoría— es profunda y previsible, pero no puede compararse con el desplome vivido entre el 70 y el 76, apenas concluido el ciclo del Ballet. O al descenso del 88. O a la quiebra, o al extravío de identidad cuando pasó a ser la Corfuch, o a la pérdida de casi todo su patrimonio durante la gestión de Rolando Molina y Ambrosio Rodríguez.
Esta no es la peor crisis de la U. Las tuvo y muchas. Pero jamás una que no tuviera rostro ni responsable visible. Y eso es peor que el fracaso. Eso es la negación de la sangre, de los colores, de la identidad. Eso es el caos —como lo ha dejado suficientemente claro su violenta y desatada barra— y la incertidumbre. Eso ahuyenta y aleja a los hinchas. Eso es una materia que, paradojalmente, no es debatible.