Bolivia aún no se repone de la crisis que produjo la salida apresurada de Evo Morales, en 2019, después de unas cuestionadas elecciones (donde hubo “manipulación dolosa”, según la OEA), de un gobierno transitorio que terminó desprestigiado y con el MAS otra vez en el poder. El país está dividido en dos frentes irreconciliables: los partidarios de Evo, que hablan de “golpe de Estado”, y la oposición, de “fraude electoral”. En tanto, Jeanine Áñez, la expresidenta interina, y otros líderes opositores siguen en la cárcel.
Un juez denegó su pedido de detención domiciliaria. “Soy una presa política y quiero que me devuelva mi libertad”, clamó Áñez. Los cargos parecen exagerados: sedición, conspiración, traición y terrorismo, en el marco de las protestas de 2019, cuando Evo huyó y ella asumió el interinato. Un informe del Comité contra la Tortura de la ONU denunció abusos contra Áñez, señaló una “persecución judicial tendenciosa, con carácter político”, y que la “instrumentalización política del sistema de justicia vulneró su independencia” y se tradujo en “injerencia política en procesos abusivos”.
Si alguien pensó que las prácticas políticas mejorarían en Bolivia con la nueva Constitución de 2009, que declaró el Estado Plurinacional y paritario, estaba equivocado. No ha ofrecido más transparencia ni mejor gestión, como lo prueba la prolongación de esta crisis. Sí es verdad que el sistema se hizo más inclusivo, al entregar cupos en la Cámara de 130 diputados (no así en el Senado) a los representantes de etnias minoritarias en circunscripciones especiales indígenas, elegidos por sus normas y procedimientos. Aimaras y quechuas, los más numerosos de los 36 pueblos reconocidos, no están incluidos en esa cuota.
Paradójicamente, esto no se ha traducido en mayor poder para las comunidades minoritarias. En la última elección, por ejemplo, el MAS quedó en control de los siete escaños reservados, al llevar en sus listas a los postulantes originarios. Estos acceden a cargos, pero no tienen en la realidad influencia en las estructuras políticas manejadas por el MAS, y su base de apoyo de aimaras y quechuas. Así, el partido de Evo copa con su gente las instituciones clave, como la judicatura y el órgano electoral.
Según el sociólogo Félix Patzy, los representantes de los pueblos originarios minoritarios “no han generado opinión o planteamientos propios”, y son “sumisos frente a las directivas del Poder Ejecutivo”. Este fenómeno desnaturaliza el objetivo de las cuotas, manipuladas por la organización política dominante para sus objetivos propios.
A Luis Arce se le hace difícil gobernar. Debe equilibrar los intereses de su partido, que sigue bajo el influjo de Morales, y los de los pueblos indígenas minoritarios, que no siempre se alinean con el MAS, como fue el caso de la ley contra las ganancias ilícitas, que debió derogar tras meses de protestas. Lucho, como le gusta que lo llamen, necesitó además que Evo, el factótum del poder, movilizara miles de partidarios para ir en su auxilio.