“Cuando nos equivoquemos en el futuro gobierno, ayúdennos ustedes, movilizados, a enderezar el rumbo” dijo el candidato a la presidencia Gabriel Boric, recientemente ante un grupo de adherentes. Más allá del legítimo derecho de las personas a expresarse, reunirse y manifestarse, pacíficamente (cuestión que en las democracias consolidadas ocurre y nos habla de un mayor afianzamiento de las libertades), la frase del candidato resulta muy reveladora de la forma en que se aproxima a los desafíos políticos y sociales, desde nuestra realidad.
En Chile y el mundo, los movimientos de protesta evidencian una profunda desconfianza hacia la democracia representativa. Más allá de las causas iniciales y diversas que motivan a cada uno de los conjuntos que los conforman, los movimientos terminan aglutinados en torno a un cuestionamiento de los principios de la representación y del actuar de la política como intermediaria de soluciones a las problemáticas sociales. En parte, la propia política es responsable del cuestionamiento. Y es que el orden institucional no ha logrado, tanto por falencias soslayadas y a ratos profundizadas por la propia política, como porque las problemáticas evolucionan mucho más rápido que la burocracia estatal, hacerse cargo de los desafíos que conlleva la modernización.
De ahí que la labor de la política, máxime de quien busca erigirse como su mayor representante, no es hacerse eco de quienes persiguen prescindir de la política, sino justamente mostrar que hay un camino posible, desde ella, para enfrentar los desafíos. Para ello, se debe partir por reflexionar sobre los déficits de los que padece la política para proponer soluciones políticas, valga la redundancia, y luego de política pública, que permitan avanzar hacia mayores grados de estabilidad para acompañar el proceso modernizador.
El llamado a profundizar la movilización, y de alguna manera a no perder la indignación, como un orden permanente de las cosas, cuando además y en lo concreto en Chile, ella ha estado íntimamente ligada a la violencia de la “primera línea”, aparece así en las antípodas del objetivo de hacerse cargo, desde y a través de la política, de proveer esos mayores grados de estabilidad. En Chile, la protesta violenta, cada vez más enraizada en la cotidianeidad, al tomarse rutinariamente espacios públicos y privados, ha desestabilizado la institucionalidad y el Estado de derecho, poniendo una lápida al bienestar. La movilización, a la que el candidato hace un llamado a seguir viva, ha pasado a ser en Chile, lamentablemente, un espacio en que se desprecian los elementos básicos de la convivencia, los que, paradojalmente, son esenciales para atender las demandas y necesidades que esos movimientos dicen representar.
Los problemas de que padece la democracia representativa no se solucionan por la senda de la desintermediación de las relaciones de la ciudadanía con la política, sino profundizando la representación institucional. Tampoco por azuzar movilizaciones que devienen en violentas y que extienden la anomia y nos alejan de un porvenir más promisorio.
El importante surgimiento de la clase media en Chile, que vio incrementar su bienestar de la mano del crecimiento económico, hoy se ve severamente comprometido por la desaceleración de la última década y por el afrecho que una fracción no menor de la política -de la que el candidato es parte-, le ha dado a lógicas refundacionales que han transformado la violencia en filosofía. En vez de seguir alimentando el explosivo cóctel anterior, que solo acrecienta el riesgo de que millones de chilenos caigan nuevamente en la vulnerabilidad y retrocedan enormemente, el candidato debiera estar poniendo el énfasis en cómo recuperar niveles razonables de gobernabilidad y de crecimiento. Pero ello no ocurrirá, pues se trata de objetivos con los cuales, lamentablemente, el candidato Boric parece estar reñido.