Nuevamente los avatares de nuestra política atraen la atención de expertos e inexpertos a nivel internacional. Al parecer, la razón principal es una variable de la de 1970: hoy estaría en juego la sobrevivencia de un sistema de partidos políticos de corte europeo. Es decir, somos una muestra de laboratorio de la crisis de la democracia occidental.
Sinópticamente, todo comenzó con el exceso de confianza en el fin de la historia y la consecuente caída en picada del prestigio de los políticos del sistema. En el mediano plazo, contado desde el inicio de la transición, el tosco clientelismo, la búsqueda de financiamientos espurios y las diabluras para asegurarse privilegios los convirtió en una “clase para sí”. Como réplica, el fenómeno indujo la mediocridad de las dirigencias, la deserción de los intelectuales calificados y el crecimiento exponencial del repudio ciudadano.
Ello explica por qué el legado de sabiduría transversal de Patricio Aylwin se desvaneció, la probidad y capacidad prospectiva de Eduardo Frei Ruiz-Tagle no se recuerdan y la Constitución que Ricardo Lagos firmó solemnemente nunca fue reconocida como “nueva”. También explica por qué, tras los gobiernos repetidos y alternantes de Michelle Bachelet y Sebastián Piñera, se agotó la posibilidad de un liderazgo eficiente y, con ello, el marco de certezas que exige el desarrollo económico sustentable.
En el curso de esa deconstrucción, los políticos y sus partidos no solo perdieron sus anclajes sociales y el debido respeto. Además, fueron desbordados desde ambas fronteras del sistema, confirmando que, si algo peor puede suceder…, pues sucederá. Así, el violento estallido de 2019 —que hoy se asume como “revuelta”— profundizó la desmoralización de la policía uniformada, judicializó las políticas de seguridad, potenció el terrorismo en La Araucanía y abrió espacios nuevos para la delincuencia común y el narcotráfico.
En ese malacatoso contexto la pandemia llovió sobre mojado y, por la vieja ley de vasos comunicantes, el Poder Ejecutivo perdió gobernabilidad estratégica. Entonces, para atajar in extremis lo que parecía un fin de temporada democrática, los colegisladores abrieron paso a una Convención Constituyente elegida con normas nuevas.
Poco duró el relax. La solución de emergencia instaló un escenario ad hoc para que debutaran políticos de nuevo tipo (y también algunos pícaros) que tratan de llenar el vacío de liderazgo aplicando una variable del viejo lema anarco: “tanto peor para ellos, tanto mejor para nosotros”. A ese efecto, explican que la violencia es sociológica (“estructural”) y tratan de instalar un programa refundacional, que cambia el país desde sus bases republicanas, asume una plurinacionalidad sin detalles, pone en entredicho la libertad de expresión y soslaya el contexto internacional.
A esa altura del antidebate, la primera vuelta del proceso electoral produjo un contrapunto sorpresivo: un Congreso con posiciones equilibradas y un virtual empate técnico entre dos candidatos a la Presidencia con posiciones antagónicas. Un cuadro que, en lógica elemental, obliga a negociar con vista al centro, tanto para efectos de la segunda vuelta electoral como para calmar el ímpetu de los refundadores.
Como corolario parcial de esas marchas y contramarchas, algunos políticos variopintos están saliendo del coma inducido para apuntalar el sistema democrático. En medio de la tormenta, parecen tener claro que es más el miedo que la resignación ante la distopía de la violencia.
Neruda diría que son señales de esperanza porque “la primavera es inexorable”. Pero, más prosaicamente, lo que está sucediendo en cámara rápida tendría dos significados entrelazados. Primero, que nuestra democracia republicana aún respira. Segundo, que, en vez de refundar Chile, lo que se requiere es refundar los partidos políticos.
José Rodríguez Elizondo