¿Está polarizado el electorado chileno, más allá de las élites? Es aún temprano para respuestas categóricas, pero pese a que enfrentamos la elección con mayor distancia ideológica entre candidatos desde que recuperamos la democracia, la respuesta no es obvia.
Las encuestas muestran que cuando se les pide a las personas posicionarse en temas ideológicos, los chilenos tienden a ser más bien moderados. Por ejemplo, en el eje izquierda-derecha, alrededor de un tercio se ubica en el centro, un tercio se reparte entre izquierda y derecha, y el tercio restante no se identifica (CEP, agosto 2021). Las respuestas a otras preguntas sugieren que los que no se identifican tienden a parecerse a los que se ubican en el centro; es un grupo que se interesa poco en política, pero que es mayormente moderado. La participación electoral —de 47% y similar a elecciones anteriores— tampoco parece mostrar que a la ciudadanía se le vaya la vida con este voto, como suele ocurrir en ambientes muy polarizados.
Una hipótesis alternativa es que el electorado simplemente quiso escapar de las coaliciones que, por turnos, gobernaron por más de 30 años. Por eso votaron por políticos jóvenes, que representan a partidos jóvenes y que, sobre todo, nunca han sido incumbentes.
¿Qué habría detrás de esto? Si la caída reciente en la confianza en las instituciones fue estrepitosa, más lo fue para las instituciones políticas. No es solo que fuimos golpeados por una seguidilla de escándalos que no dejaron títere con cabeza, sino que esto fue concurrente con la masificación de las redes sociales. Ellas permitieron que masas de ciudadanos que antes seguían poco la política recibieran flujos de información antes impensados, casi siempre con noticias negativas sobre los políticos. En muchos lugares del mundo ello hizo caer fuerte la aprobación de los gobiernos (Guriev et al., 2021). En Chile, este abrupto distanciamiento entre gobernantes y gobernados se dio, trágicamente, al son de Penta y Soquimich.
Tal vez la elección entre Boric y Kast refleje más un deseo de escapar de nuestros incumbentes recientes que un ímpetu por posturas radicales. El voto de Parisi, de poco sustento ideológico, cuadra en la misma historia: una figura construida sobre la base de criticar a la élite política.
Sin embargo, aun si los resultados de primera vuelta responden más a un electorado anti establishment que a uno polarizado, es probable que la elección que enfrentamos nos polarice. Los planteamientos de que están en riesgo la democracia o los derechos civiles sugieren que, para varios, el otro bando no cumple por alguna razón con el estándar que exige una democracia. Varios creen, también, que lo que el adversario busca es sacar provecho personal o, incluso, causar daño.
No sabemos cuán extendidas son estas creencias, pero su primacía en el debate puede dañar seriamente la amistad cívica que va quedando. Ello pone en riesgo la capacidad de relacionarnos unos con otros y de tratarnos recíprocamente como ciudadanos igualmente dignos. Es la responsabilidad de ambos candidatos, y de sus cúpulas, no empujar a que nos convirtamos, unos con otros, definitivamente, en enemigos. Un país de enemigos no solo amenaza la igual dignidad, sino que, gane quien gane, hará aún más esquiva la gobernabilidad.