El fútbol y la dictadura de los resultados no obedecen a la lógica de la justicia. Siempre lo supo Oscar Washington Tabárez, el hasta ayer entrenador de la selección uruguaya de fútbol. Un punto sobre 15 posibles y una fea derrota ante Bolivia en La Paz sentenciaron el proceso del técnico que recobró el prestigio del fútbol oriental y de quizás uno de los pueblos más futboleros del mundo.
Los visitantes perciben de inmediato que en Montevideo se respira fútbol y aroma a asado. En la ribera oriental del río de La Plata este juego es un rito que muchas veces nosotros no logramos comprender. En cada barrio hay un “cuadro”, como llaman a los clubes, e incluso en muchas esquinas, como contaban colegas charrúas. El fútbol es un hecho cultural y la mayor representación uruguaya en el mundo desde que ganaron las medallas de oro en los Juegos Olímpicos de París y Ámsterdam.
Por eso, el proyecto que encabezó el entrenador que condujo a Peñarol a su última Copa Libertadores, en esa tarde primaveral de 1987 en el Estadio Nacional, cuando Diego Aguirre clavó el zurdazo en el arco de América de Cali, que defendía Julio César Falcioni, se intentó defender hasta que el mensaje del ciclo cumplido fue incontrarrestable.
Tabárez se va en un momento complejo de la Celeste, tal como el que vivimos en Chile después del inesperado traspié del martes ante Ecuador. Esa noche fue un compendio de mala suerte y las opciones de llegar a Qatar 2022 encuentran obstáculos difíciles de eludir: un fixture de terror (Argentina, Brasil y Uruguay, tres campeones del mundo) y la altura de una ilusionada Bolivia. Los charrúas vendrán en la última fecha con otro entrenador, pero es difícil que se modifique el estilo que impuso el exzaguero.
El registro de Tabárez al frente de Uruguay es notable. Dirigir en cuatro mundiales a una misma selección es un hito casi imposible de igualar en el fútbol actual. Las estadísticas se quedarán con el cuarto lugar en el Mundial de Sudáfrica 2010 o la corona en la Copa América de 2011. El fútbol nos regaló estar en el Soccer City de Johannesburgo, la noche en que el “Loco” Abreu picó el penal ante Ghana y permitió a su equipo alcanzar la semifinal de un Mundial luego de 40 años. Imposible no emocionarse ni contagiarse después de todo lo que se vivió en una de las jornadas más épicas que recuerde la Copa del Mundo.
De todo eso fue autor Tabárez. El Maestro reubicó en la élite al país que hasta 2007 se observaba de reojo por la inconducta de muchos de sus futbolistas. Con él en la banca, junto a su compañero de siempre, el profesor José Herrera, Uruguay jugó al fútbol. Atrás quedaron las patadas de Néstor Montelongo, de Víctor Hugo Diogo, de José Batista —como en México 86 ante Escocia—, de Paolo Montero o los codazos de Walter Olivera, como el que recibió Oscar Arriaza en Ñuñoa la tarde del 11 de septiembre de 1983 por la Copa América.
La revisión de los números dirá muchas cosas. Se debatirá si debió arriesgar más, a partir de la gran cantidad de futbolistas que surgieron de los envidiables procesos de selección que Tabárez lideró. Sin embargo, al momento de poner la pelota contra el piso, se recordará que el Maestro devolvió el prestigio futbolístico a un país que ama este juego como pocos.