Nunca he votado por personas. Siempre por ideas y por los proyectos de país que me parecen más justos y convenientes para todos. Tengo claro que los candidatos nunca son “un traje a la medida”, ni pueden representar la totalidad de mis aspiraciones. También sé que cuando voto para un Presidente no estoy eligiendo un eventual “mejor amigo”, ni tampoco al más simpático. De hecho, estos dos objetivos, ambos legítimos, no siempre coinciden. Así, por ejemplo, en la actual coyuntura, el candidato Boric me parece una buena persona y no me produce rechazo afectivo; por el contrario. Claro está que prefiero, por lejos, el Boric actual, el de la Enade y del último debate presidencial (con anteojos, afeitado, bien peinado y “moderado”) que al revolucionario radical que, no hace mucho, increpaba a militares en las calles durante la revuelta.
Para mí la pregunta para el próximo domingo no es tanto por quién voto, sino contra qué y a favor de qué emitiré mi sufragio. Estoy convencida de que en esta elección no se juega si acaso “Nicolás podrá tener dos papás”, o si se instalarán o no dispensadores de anticonceptivos en los colegios, sino que asuntos mucho más medulares. Primero, nada más y nada menos que la vigencia de la democracia representativa, con sus resguardos a los derechos y libertades de las personas; el imperio de la ley y del Estado de Derecho. En segundo lugar, la forma en que las personas nos vamos a relacionar con el Estado y con los gobiernos que lo administran; y si su poder será ilimitado y por lo tanto iliberal, o bien aceptará contrapesos y equilibrios en el ejercicio de su autoridad. Esto incluye temas tan sensibles como si seremos libres de expresar sin miedo nuestras opiniones y nuestra visión histórica o seremos víctimas de las restricciones que impone el concepto de “negacionismo”; si se restringirá la libertad de prensa por la creación de organismos controladores de los medios, como propone la izquierda; si tendremos o no el derecho a elegir el proyecto educativo y los valores en los cuales educar a nuestros hijos, o ello será monopolizado por el Estado.
Valentina Verbal —en un ensayo en un muy buen y oportuno libro, “La Constitución en disputa”— nos recuerda las advertencias de los más distinguidos teóricos de la democracia respecto de los factores que terminan por horadarla, varios de los cuales campean en el Chile de hoy. Tal vez el más insustituible de ellos es la exclusión decidida de la violencia como método legítimo para resolver los conflictos. A mí, al menos, no me es posible, bajo ninguna circunstancia, votar por quienes han vulnerado este principio básico. La actual oposición, en su conjunto, ha fallado en sus conductas frente a la violencia. Unos la han ejercido directamente, o la han justificado como la respuesta al “malestar social”, y “a la violencia estructural del modelo neoliberal”; otros han callado o sido tibios en su rechazo. Promover la impunidad y el indulto para quienes violaron la ley, quemaron iglesias, saquearon, destruyeron el metro y los espacios públicos e infundieron el miedo en la población es una forma de complicidad con la violencia, incompatible con una verdadera democracia. Como lo es también que los miembros de la Cámara y del Senado cometan “sacrilegios constitucionales”, establezcan “el parlamentarismo de facto” y se arroguen prerrogativas que la Constitución no les otorga y, además, intenten destituir al Presidente de la República democráticamente elegido. Todos, incluida la Democracia Cristiana, han aceptado formar alianzas y gobierno con quienes son fieles admiradores de regímenes totalitarios, que creen que la soberanía radica en la calle y son partidarios de las llamadas democracias populares plebiscitarias.
Votaré por la moderación, por el diálogo, por cambios en paz; por reformas y no por la refundación.