Le oí varias veces a mi madre, Marlene Ahrens, contar que, cuando obtuvo la medalla olímpica en Melbourne, o cuando ganó el oro en Chicago o en São Paulo, en Cali o en Lima, mientras recibía el premio en el podio y veía flamear la bandera de Chile y se oía el himno nacional, sentía una profunda emoción y le corrían las lágrimas. Me educaron así. Crecí sintiendo la patria, poniéndome de pie con respeto cuando suena nuestro himno nacional, hablándoles a mis hijos y nietos de nuestros héroes, tal como lo hacía mi padre conmigo. Y cuando estoy en el extranjero, no importa quién esté en el gobierno de Chile, rechazo críticas y me enorgullece repetir que esta angosta faja de tierra, esta verdadera aberración geopolítica tan larga y delgada, es un país unido, una república que ha sabido superar tremendas adversidades, y que de Arica a Punta Arenas, y hasta en la Antártica, los chilenos sienten a Chile en su corazón.
Por eso, como a tantos, me dolió en el alma que a los niños que llegaron a la inauguración de la Convención Constitucional, con sus inocentes mentes infantiles, a cantar, orgullosos, el “Puro Chile”, los humillaran. Que no se alzaran voces para exigir respeto, con lo cual nos ofendieron a todos. Algo pasa que muchos de los empoderados por una elección —sean constituyentes o parlamentarios—, apenas se sienten encumbrados en los escaños de la República, pierden el respeto por nosotros, los “demás” chilenos. Y ese tremendo menosprecio explica, en gran parte, por qué en Chile estamos tan tensos ante una elección que debería ser un acto democrático rutinario de alternancia en el poder.
Estamos viviendo una falta de consideración hacia la República... hacia la “res” (cosa) pública, a lo que es de todos. Esta tensión puede tener múltiples explicaciones: que algunos no valoran el Estado de Derecho; o que no hay un rechazo fuerte de todos los políticos a la violencia y al narcotráfico; o que han existido abusos y colusiones de ciertos empresarios que han afectado las confianzas; o que el Estado es ineficiente. Pero lo que no podemos aceptar es que nos destruyamos entre chilenos, que no diferenciemos al pueblo mapuche de la violencia y el narcotráfico; que despreciemos lo que miles de trabajadores y empresarios construyeron en conjunto; pero sobre todo: que grupos minoritarios nos traten de convencer de que Chile no es ya la República de todos, sino que debe replantearse hasta en su esencia.
Pienso que se trata de una irritante arrogancia, de una enorme prepotencia de ciertas élites políticas que viven del conflicto. Los chilenos quieren cambios, pero en paz.
Este domingo, votemos como el pueblo cívico que somos. No nos dejemos atribular por ciertos constituyentes y parlamentarios que tienen, por desgracia para la democracia misma, una muy mala evaluación. Gane quien gane una elección, Chile somos todos.