Cuando en septiembre de 1924 un parlamentario quiso sumar una intervención más, vino la réplica fulminante: “No, señor; no, no. Va a ser la una de la mañana, y para oír latas ya está bueno”. Fueron las últimas palabras pronunciadas en el Parlamento antes de ser disuelto por el movimiento militar de esos días. Le habían precedido décadas en que la institución se carcomía a sí misma.
No existe un sistema institucional —o cualquier orden humano— perfecto, como parecen creerlo algunos, con reglas que produzcan un funcionamiento magistral del cual no haya que preocuparse más. Si no se emplea la sabiduría práctica orientada a una idea de bien común, ni el mejor producto ingenieril servirá de algo. Es lo que está detrás de la discusión entre presidencialismo y parlamentarismo. Y no pocos, de izquierda, pero también a la derecha, sienten una añoranza por el segundo, quizás porque no ha sido el nuestro. Como niños, embellecen lo que no han tenido.
Que se recuerde, si es que hay un mínimo de sensatez y de inteligencia (ambos indispensables al mismo tiempo), un régimen político, presidencial o parlamentario, no es el que determina el desarrollo económico y social, ni siquiera la concordia política, si no existe la prudencia y un mínimo de sentido de grandeza en la clase política, aquella cuota de dignidad que se nos recordaba en estas páginas. La adopción de uno u otro sistema depende fundamentalmente de una cultura que surgió al hilo de la práctica continuada
Es cierto que el presidencialismo —donde hay democracia, desde luego, en pocas partes— en lo fundamental solo está radicado en América: EE.UU. y América Latina; no en el Caribe angloparlante, donde no hay democracias muy boyantes que digamos. Todas las otras democracias, con la excepción relativa de Francia desde 1958, son parlamentarias. ¿Cuál es mejor, presidencialismo o parlamentarismo? No depende del régimen, sino de la tradición, que en nuestra América está arraigada por 200 años que no se pueden saltar en balde. Lo otro sería continuar con la superstición regional de sostener que el país feliz brota de una Constitución inteligente, bella, generosa en promesas y afirmaciones de pureza moral. Lo mismo diría si en Europa se proclamaran regímenes presidenciales de la noche a la mañana (acabarían además con las monarquías constitucionales, gran tesoro de la modernidad), e imagino el desastre si los latinoamericanos transitáramos abruptamente al parlamentarismo. Quedaríamos peor de lo que estamos. Miremos el caso de Perú en los últimos años. Parte de la responsabilidad la tiene una ingobernabilidad creciente en las democracias, fenómeno global.
El parlamentarismo ha sido exitoso en larga evolución casi exclusivamente en los países desarrollados; con sus altibajos, lo mismo vale para el presidencialismo de EE.UU. En ambos ejemplos, una larga experiencia se ha hecho carne en sus países. La crisis más simbólica de la democracia en el siglo XX fue la Alemania de Weimar, cuando por años el Parlamento no tuvo mayorías funcionales para gobernar; al final, los partidos totalitarios —nazis y comunistas— tuvieron la mayoría. No solo los furores ideológicos derruyen a la democracia, presidencial o parlamentaria, sino que en especial cuando el Parlamento se transforma en farándula. Por angas o por mangas, se tropieza con un 1924 chileno. Es mejor la lenta pero segura labor de forma y reforma del sistema que se ha heredado, sabiendo que ninguna receta operará milagros si carece del antiguo arte de la política, que incluye por cierto pasión que, en misteriosa combinación, irradie también serenidad.