Chile enfrenta a Ecuador y la exigencia de los tres puntos es evidente, porque cualquier otro resultado condicionará la potencial clasificación al Mundial, aunque momentáneamente la tabla indique algo distinto y mantenga en alto la ilusión.
Lo bueno es que a diferencia de lo que acontecía en el inicio del proceso encabezado por Martín Lasarte, pareciera que hay indicios de buenas nuevas. Porque en las últimas victorias ha quedado meridianamente claro que ha habido ideas, planteamientos y módulos de juego que parecen haberse socializado, adoptado y que, de alguna forma, se han convertido en una especie de sello que puede conducir en forma más sólida el camino final hacia Qatar.
En ello hubo méritos compartidos después de tantos desaciertos. Lasarte, por su lado, ha dejado esa manía inicial de consensuar el estilo y la forma con sus jugadores, y en los últimos encuentros —en especial ante Paraguay, en Asunción— tuvo la capacidad de imponer su propia visión: Chile tácticamente sufrió una modificación evidente (5-3-2) y, estratégicamente, adoptó el camino de la posesión (hasta extremos poco habituales en este equipo) y ello lleva la firma indeleble del adiestrador uruguayo.
Para que el proceso de transformación haya tenido cierto éxito, traducido en los últimos buenos resultados, es evidente que debe tomar relieve en el análisis la disposición para estos cambios que han mostrado los jugadores, en especial los más avezados, los de mayor recorrido. Los que, en definitiva, han sido tradicionalmente poco adictos a los cambios.
Como si se tratara de un acuerdo formal en pos del objetivo, en la cancha ha quedado expuesto que ya no hay dogmas inamovibles ni menos formas de juego “históricas” que no se puedan reformular. Al contrario, el que se haya visto a Arturo Vidal más ordenado posicionalmente de lo acostumbrado en Asunción; a Gary Medel siendo más un mariscal de campo que un chocador permanente; y a Alexis Sánchez bien asociado con Ben Brereton y no a un solitario llanero que las quiere hacer todas; habla no solo de un compromiso en la búsqueda del resultado, sino que también un convencimiento generalizado de la idea técnica.
Es cierto. Para seguir progresando y mantener viva la ilusión mundialista debe exigirse (si cabe el verbo) que se potencie esta especie de complicidad DT-jugadores que parece estar construyéndose.
Hay que esperar, de hecho, un acuerdo final —sólido y bien consensuado— que permita que en el último tramo que queda de eliminatoria sea más importante la eficiencia pragmática que el lucimiento estético. Que prime la razón por sobre el idealismo.
No se trata de olvidar los modos que dieron brillo a la generación que ya se está despidiendo. Eso ya está en la historia y en la memoria colectiva. Se trata, simplemente, de encontrar la mejor manera de obtener una personalidad futbolística adecuada a la actual realidad del equipo conformado hoy por los que están por irse y los que están llegando.
Así se puede pensar en competir. Y así vale la pena jugar un Mundial.