Las palabras son el depositario de una experiencia común, a veces, de larga data, reiterada y relevante para la comunidad. Incorporar una palabra al léxico propio es un acto a través del cual enlazamos esa experiencia colectiva con la propia, la podemos medir y comparar, y es por ello por lo que, usualmente, memorizar el significado de una palabra que no tiene conexión alguna con la suma de aprendizajes personales no tiene sentido. La ampliación del léxico personal parece más fructífera si la educación logra ir de lo más próximo y familiar, caminando con pausa, hacia conceptos desconocidos que el individuo, así, puede ir imaginando y entendiendo al percibir la semejanza y la conexión en que todo está con todo.
A veces dos o tres amigos, una pareja, tienen algún léxico común que solo ellos entienden. Eso ocurre también en las familias. Recuerdo aquí ese precioso libro de Natalia Ginzburg que se llama “Léxico familiar”, en el que va dilucidando su historia personal y la historia política italiana a través de algunas palabras que circulaban en su familia, que tenían en ella un peso específico, irradiando allí luces y sombras que no encontraría en ninguna otra parte. Cuando se trata de ponerse en relación con el “léxico chileno”, el “léxico de Occidente”, el “léxico de la tribu humana”, el camino es más arduo y su destino, inalcanzable.
El “escepticismo” se relaciona con la duda, una experiencia —el dudar de algo, el poner en duda algo— humana en un sentido específico y, también, común, cotidiana, pero que algunos viven más profundamente, otros solo se plantean ante situaciones prácticas y muy próximas, y otros simplemente escabullen y acotan: la duda puede corroer, angustiar, paralizar, aunque suele ser un instrumento de descubrimiento poderoso porque sirve para limpiar la cabeza de opiniones falsas y, quizás, encontrar algunas certezas mínimas, resistentes a la duda, los cimientos o fundamentos sobre los que se construirá un edificio siempre endeble y precario.
La cultura epocal juega un papel en todo esto: los historiadores de las ideas muestran cómo estas se deslizan pendularmente entre épocas de gran certeza a otras de enorme escepticismo.
Parecía, pero era una apariencia engañosa, que nos hallábamos en medio de una de estas últimas, arrasados por dudas que desestabilizaban todo y, por el contrario, parece que nos acercamos a un momento en que los dogmas cambiaron de lugar, mudaron, emigraron, pero en modo alguno desaparecieron. Escucho discursos, a menudo, frente a los cuales no puedo discrepar, no porque esté de acuerdo, sino porque pongo en duda todo, desde las primerísimas afirmaciones, que exhalan meras y discutibles opiniones transmutadas de modo invisible en dogmas inconcusos. Ojalá se volvieran a experimentar las bondades del escepticismo, cuyo nombre ya corre peligro de salir expulsado de nuestro léxico.