No puedo dejar de estar perplejo frente al rápido desmoronamiento de las bases de nuestra convivencia e institucionalidad. Encontrar un camino de salida exige asumir la propia responsabilidad y dejar de asignar culpas a “la otra parte”.
Para mí, los tres pilares del sano desarrollo de un país son la empresa, la política y los valores.
Mi explicación de la situación que hoy vivimos en Chile, y en muchos otros países del mundo, es el debilitamiento de estos tres pilares: la empresa ha perdido el aprecio de la gente, la política parece extraviada y los valores que deben guiarnos se han olvidado.
Por ello, lo que corresponde es reorientar el quehacer de la empresa hacia un modelo que llamo “la buena empresa”. Lo mismo con la política. Necesitamos comprometernos con “la buena política”. Pero no puede haber ni buena empresa ni buena política sin valores mínimos compartidos por todos.
“La buena empresa” se preocupa del impacto ético de su actuar y se orienta al bien común. Hace suyos los problemas más acuciantes de la humanidad, como el deterioro del medio ambiente y la desigualdad. No se limita a la maximización de la utilidad. La utilidad es el resultado y no el propósito de la empresa. La utilidad es la consecuencia de “hacer las cosas bien”.
Lo que distingue a una buena empresa es su capacidad de crear valor social y de autorregularse en todas las circunstancias. Es una empresa que multiplica sus esfuerzos por transparencia y por erradicar la corrupción, y se preocupa de actuar con justicia siempre, esforzándose por responder a las expectativas de sus audiencias relevantes.
Una empresa que hace las cosas bien realiza un aporte sustantivo a la construcción de una cultura de integridad en el país.
De las muchas definiciones y principios que deben considerarse en este esfuerzo por reencauzar el país a través de una nueva Constitución, para mí, hay un principio básico de convivencia: la dignidad de otra persona no puede atropellarse. De este se deduce otro muy práctico: se deben respetar los derechos de las minorías, no solo por el imperio de la ley, sino por una profunda convicción solidaria.
Nosotros debemos saber ponernos nuestros límites. La confrontación para “pelear por lo mío” o “exigir mis derechos” no lleva a ninguna parte: solo destruye. La regla de oro es orientarnos a “pelear por lo tuyo” y “promover tus derechos”. Es el trasfondo de una “sociedad justa”: Tú no me quitas lo que es mío, sino que yo te lo ofrezco sin condiciones.
Me refiero ahora a algunas de las joyas de la enseñanza cristiana, que para mí han sido fuente de inspiración. Me excuso si a alguien molesto con esta referencia, pero son valores que corren el riesgo de olvidarse por las circunstancias que vivimos, y desconocerlos nos empobrecería como seres humanos y como sociedad. No se necesita ser creyente para compartirlos.
Lo primero: Admirarnos frente al misterio de nuestra existencia y aceptar en nuestro origen algo que no somos capaces de descifrar, ni logramos entender.
Lo segundo: Apreciar el mensaje de las Bienaventuranzas, que nos plantean lo que era, y sigue siendo, una paradoja: Felices los pobres, los que lloran, los humildes, los perseguidos. Y luego nos proponen un código de conducta imperecedero si queremos honrar y respetar a nuestros semejantes: Felices los justos, los misericordiosos, los que buscan la paz, los limpios de corazón.
Y la tercera de estas joyas nos llama a tener un comportamiento que vaya más allá del “no matar, no mentir, no levantar falso testimonio...”. Tal vez es lo más sorprendente y difícil. Propone comportamientos como los observados en las conocidas parábolas del “Buen Samaritano” y la del “Hijo Pródigo”, en las que se da sin esperar nada a cambio y se perdona sin condiciones. No estamos obligados a hacer nada de esto, pero nos hace descubrir la fecundidad del amor.
En suma, es el tesoro que hay en los valores de nuestra civilización. Formamos parte de un mismo tejido humano, delicado y precioso, que es en verdad admirable y que tenemos la obligación de cuidar. Todos hemos sido invitados a construir una sociedad en la que prime el amor y el respeto por sobre el egoísmo y la violencia.
Nicolás Majluf
Profesor emérito Departamento de Ingeniería Industrial y de Sistemas, UC