Javier Castrilli se ha convertido en las últimas semanas en una especie de molesto protagonista del fútbol chileno. Un blanco perfecto para jugadores, hinchas, directivos e incluso gente externa, es decir, la del medio periodístico (que a veces se cree no solo parte, sino que dueño del circo).
No es extraño. Castrilli, aparte de ser argentino (es decir, un “ser extraño a nuestra idiosincrasia”, como argumentan los que critican todo lo que huela a extranjero), se hizo fama de pesado, pintamonos e insoportable en su época de réferi activo lo que, por cierto, quedó como marca indeleble en su vida posterior, en especial en su rol de comentarista en medios y redes sociales. El Sheriff construyó un personaje y hoy es la imagen viva del árbitro indeseable y molesto que solo quiere ser la estrella del espectáculo.
Por ello es que su sola presencia en los estadios cada semana ha provocado comentarios y cuchicheos molestos. Incluso exagerados. Si la cámara lo muestra conversando, anotando algo en su libreta, o si se queda impávido mirando al horizonte, muchos ven en ello un signo de que “algo” se trae entre manos. Y claro, si en la cancha o en el VAR alguno de sus dirigidos toma una decisión que parece incorrecta, Castrilli asume todas las culpas porque solo por el hecho de estar ahí sentado en la tribuna avalaría las desastrosas decisiones de Maza, Gilabert, Bascuñán, Gamboa, González o Rojas y el resto de los angelitos de Dios que dirigen en la Primera División.
Peor aún. Si Castrilli, como debe hacerlo en razón de su cargo, dicta pautas y explicita conceptos hasta ahora desconocidos como “simulación exitosa”, arde Troya. Se le está pasando la mano, dicen algunos críticos, entre los que se cuentan, por cierto, los maestros de la simulación o sus representantes del sindicato.
Ni hablar si en un comentario al pasar Castrilli reconoce que alguno de los árbitros cometió un error al cobrar un a cosa u otra. “Eso excede a sus facultades, provoca polémicas innecesarias”, argumentan los que se sienten dueños de la verdad.
Claro, a uno que es de un país donde las cosas no se dicen de frente, donde molesta la personalidad, donde se prefieren los grises a los colores, sin duda que un tipo como Castrilli no encaja. Es como un marciano, un extraterrestre al que es mejor evitar que entender.
Tonterías. Lo que importa no es si Castrilli es simpático o se adapta a las costumbres chilenas, sino si es capaz, como debe esperarse, de hacer un cambio profundo y esencial en el arbitraje local que no es que pase, sino que vive en una crisis constante y eterna.
Si Castrilli saca de escena a ese piño que está arbitrando hoy sin la mínima rigurosidad; si elimina las montoneras y compadrazgos internos (¿recuerda el Club del Póker?); si puede influir en la malla educacional del INAF para que los árbitros sean mejor formados; si mañana en las canchas chilenas vemos menos jugadores simulando faltas o pegando cortitos en el área, de verdad importa bien poco si la cara de Castrilli es antipática o si al tipo le gusta ser figura.
Seriedad. Dejémonos de preocuparnos de nimiedades.