El rito se ha cumplido. Todas las candidaturas han entregado sus programas de gobierno. ¿Cuán importantes son? Para los electores, poco. No es su lectura ni su análisis comparado lo que determina sus preferencias. Son más bien las emociones que ellas proyectan (ilusión o miedo, futuro o pasado), los temas y énfasis que colocan (igualdad o crecimiento, seguridad o innovación), y cada vez más, el reconocimiento en la identidad y trayectorias de los candidatos y de quienes les rodean.
Si el propósito es saber exactamente cómo el nuevo gobierno será recordado por la historia, tampoco sirven demasiado. Esto no dependerá de los programas, sino de su tipo de respuesta a accidentes y contingencias que son imposibles de prever de antemano. Bachelet I, por ejemplo, estuvo marcado por la crisis económica del 2008; Piñera I por el terremoto, los mineros y los estudiantes; Bachelet II por Caval y SQM, que socavaron su energía; Piñera II por el 18-O y la pandemia. La época en que se conocía el futuro y se podía planificar paso a paso cómo navegar en sus aguas, si de verdad existió alguna vez, está enterrada y bien enterrada. Así entonces, quienes lean los programas para saber exactamente lo que viene pierden su tiempo. Les servirá cuando mucho para confirmar sus sesgos: siempre encontrarán más atinado y realista el de la candidatura más próxima a sus afectos.
¿Significa entonces que los programas no sirven de nada? No, de algo sirven. Contienen, en forma estilizada y voluntarista, los valores y metas que mantienen unidas a las fuerzas que los suscriben. Anticipan aquello a lo que sus líderes apelarán cuando deban encarar las inevitables dificultades y frustraciones. Delatan el ethos desde el cual van a lidiar con lo imprevisible.
La campaña presidencial no ha despertado gran entusiasmo. Pasan la cuenta el agotamiento con tantas elecciones, la porfiada pandemia y las demandas de la vida ordinaria, cada día más angustiantes. Por lo mismo, los pocos días que restan ojalá no se consuman en tecnicismos programáticos y se concentren en aquello que permite anticipar cuál podría ser la reacción ante lo imprevisto de los diferentes liderazgos en competencia.
Conocemos las culpas que depositan en sus contrincantes: injusticias, violencia, indolencia, inexperiencia. Sería útil conocer ahora cuáles son las culpas que cada candidato reconoce como propias (sean personales o de las fuerzas que representan), pues no hay impulso vital más poderoso que el deseo de emanciparse de las mismas.
Conocemos aquello a lo que aspiran los diferentes candidatos: igualdad, orden, cuidado, crecimiento. Sería útil saber ahora a qué temen, porque los miedos son mejores predictores que las ilusiones.
Conocemos los tipos de sociedad que inspiraron a la derecha post-Pinochet (la Gran Bretaña de Thatcher y los Estados Unidos de Reagan) y a la Concertación (la España de Felipe González). Sería útil conocer cuáles son los referentes de las fuerzas ahora en carrera; no porque vayan a replicar sus modelos —esto es imposible—, sino porque permite conocer aquello con lo que sueñan.
Conocemos aquello que los candidatos esperan transformar y alcanzar en base a las condiciones actuales. Sería útil conocer ahora qué harán si estas empeoran, por ejemplo en materia de inflación, recesión o violencia. ¿Seguirán adelante con su programa contra viento y marea, o proyectan un Plan B?; si fuera lo segundo, ¿qué están dispuestos a abandonar y qué tratarían de salvar a toda costa?
Humberto Maturana gustaba decir que la interrogante esencial es siempre qué se quiere conservar. Esta sería, entonces, la última pregunta. “Señores y señora candidata, sabemos lo que quiere cambiar, ¿pero qué busca conservar?”.