Primer acto: Candidato gana primaria con un radical programa. Segundo acto: Candidato llega a la elección presidencial con una nueva versión del programa. Tercer acto: Al pasar a segunda vuelta, el aspirante vuelve a cambiar su programa. ¿Cómo se llama la obra? ¿El chacotero presidencial? Buen intento, pero no.
Poco a poco el país se ha acostumbrado a las patologías que afectan a la política. Traigo a colación el tema a propósito de un síntoma: el transversal deterioro de la solemnidad asociada a los programas de gobierno de los candidatos.
El fenómeno tiene larga data. Cómo olvidar, por ejemplo, lo ocurrido el 2013. Ante la consulta de por qué no se conocía su programa, la entonces candidata de la Nueva Mayoría y el Partido Comunista, la expresidenta Bachelet, respondía “nadie lee mamotretos” y “¿quién se lee un ladrillo? Solamente la gente de una élite”. Quedaban solo cinco semanas para la elección y el resultado lo conocemos: “Yo no firmé ni escribí ningún programa”, decía tres años después un miembro de la misma coalición.
En la elección de 2021 las cosas están yendo más allá. Gracias a la tecnología, no hay que imprimir mamotretos definitivos. Ahora los programas evolucionan en vivo y se suben a sitios web que permiten revisión. Esto tiene un lado bueno: permite corregir cifras y afinar mensajes. Lo malo es que también hacen desaparecer propuestas y visiones. En el límite, la innovación permitiría cambiar el programa al gusto del consumidor dando gran margen de maniobra al aspirante. Súper radical en octubre, un poco menos ultra en noviembre y vaya a saber uno qué en diciembre. ¿Cuáles serán sus reales intenciones? Es verdad que los políticos son versátiles por definición, pero no es la idea que borren con el codo las convicciones escritas con la mano.
Y nadie parece alerta. ¿No debería al menos estarlo la élite que se supone lee los programas? Quizás su problema sea el academicismo que la influencia. En la academia, reescribir un paper luego de recibir comentarios es sinónimo de honestidad intelectual. Si la evidencia dice A y se argumentaba B, lo correcto es ajustar. En política, claro, la táctica puede llevar a un resultado inverso. Si el candidato promete A, luego B, para terminar en C, ¿no se sugiere falta de seriedad?
Sin embargo, bajo la nueva normalidad, esto pasa colado. La situación también afecta el cumplimiento de las promesas. Con un flujo continuo de información, es fácil olvidar lo que el Presidente dijo o escribió como candidato.
Quien paga el pato al final es el votante informado. Su evaluación de cada candidato debe hacerla sobre todas las versiones del programa y no solo la última. Y en ese proceso debe nacerle una duda: dado que en política hay transacciones (no es ingenuo), ¿qué habrá ofrecido la candidata o candidato a cambio de hacer desaparecer una propuesta o convicción? Y más alto debe ser el precio mientras más compleja sea su coalición. ¿Maleta ahora y volante después? ¡Ah, “Taxi para 3”! Cerca. ¿Y por qué no “¿Cuánto vale el show?”?