A veces los países menos pensados logran resultados impresionantes en mejorar las condiciones de vida de su población. Al mismo tiempo, ocurre que sociedades que avanzaban a paso firme, o que podía esperarse que lo hicieran, ven frustrarse sus esperanzas.
Seis o siete décadas atrás, Latinoamérica se perfilaba mucho mejor posicionada que Asia para dar un salto hacia adelante. Hoy podemos constatar que los avances más espectaculares que la humanidad conoce se produjeron en el continente asiático. Por su parte, el progreso en Latinoamérica no solo fue decepcionante, sino que en más de un caso, el continente retrocedió.
Singapur o Taiwán, por los que nadie habría apostado a mediados del siglo pasado cuando estaban sumidos en la pobreza, son hoy sociedades de gran bienestar. Cuba, relativamente rica en esos años, se debate hoy al borde de la miseria que toda la propaganda del régimen no logra ocultar.
No cabe repetir aquí las múltiples razones que podrían explicar por qué se sigue uno u otro camino. Pero las decisiones que adopta cada sociedad tienen sin duda un rol central. Pero, ¿por qué se adoptan las mismas decisiones, una y otra vez, a pesar de que fracasan?
Una posible explicación es que personas bien intencionadas presentan intuitivamente esas medidas como una solución viable a los problemas sociales que quisieran ver resueltos. Si bien para algunos son la respuesta a sus buenas intenciones, otros tienen clara conciencia de que, con otro ropaje, son las mismas propuestas fracasadas del pasado. Pero las defienden ya que son la mejor herramienta con que cuentan para empujar al país a un declive más acelerado. Ellos esperan afianzar y ampliar sus cuotas de poder en medio del desorden y desconcierto que sus propuestas generan.
En un raro momento de sinceridad, el candidato a senador por la Región Metropolitana de la coalición del candidato Boric expresó que la inestabilidad e incertidumbre son precisamente lo que buscan. No es extraño que otros miembros de su coalición hayan salido a desmentirlo. Sin una máscara protectora se pierde el efecto mágico de buena voluntad que las personas atribuyen a quienes parecen tener buenas intenciones.
Es fácil percatarse del trasfondo real de las medidas programáticas que ellos han hecho públicas. El mayor tamaño del fisco, la estatización de los fondos previsionales, la creación de nuevas empresas estatales, no son una respuesta sincera a los problemas de la ciudadanía. Son el mecanismo que estiman necesario para tomarse el poder. La expropiación de los fondos de pensiones en Argentina no significó en absoluto mejores pensiones y dio más poder a los políticos de turno.
Más allá del programa de un candidato, el país está inmerso en propuestas, discusiones y nuevas leyes que tienen las mismas características antes descritas. Soluciones contraproducentes, que no pueden resolver los problemas que pretenden enfrentar, pero que logran cambiar estructuras de poder sobre la base de visiones ideológicas. Los sucesivos retiros de fondos previsionales solo agravan el problema de las pensiones en el futuro. Sin embargo, al tener cada vez menos personas efectivamente con fondos, se facilita estatizar dichos recursos. No solo lo propone el candidato Boric, pues la senadora y candidata Provoste es coautora de un proyecto de ley que busca nacionalizarlos.
Este mismo espíritu permea prácticamente todo lo que hoy se discute desde la perspectiva de políticas públicas que tengan alguna posibilidad de éxito. Si ello no se revierte, Chile no estará en el futuro entre las naciones que sorprenden para bien. Por el contrario, será otro caso de frustración.
Afortunadamente, el país no está condenado a seguir ese destino. Tiene fundamentos, todavía vigentes, que le permitirían cambiar de rumbo. Bastaría que dejara de andar al ritmo de quienes han sabido, en base a problemas reales, proponer supuestas soluciones que tienen como verdadera meta avanzar en sus objetivos ideológicos.
Es necesario recuperar el espíritu que imperó por un par de décadas, de reconocer los problemas, pero también las limitaciones y consecuencias negativas de resolverles atolondradamente.
Con ese ánimo colectivo, el país logró efectivamente tener un período de progreso sin parangón en su historia, a pesar de que algunos lo quieran desconocer. En los indicadores objetivos que miden calidad de vida, las grandes mayorías se beneficiaron. La estructura productiva que se construyó por décadas está aún casi incólume y puede volver a ponerse en acción a toda máquina si se le da la oportunidad. Lejos todavía está del deterioro sufrido en países como Venezuela, donde su compañía petrolera Pedevesa, de ser un actor mundial y un gran exportador, hoy tiene dificultades para atender su propio mercado interno y le llevará años recuperar su anterior capacidad.
Al igual que la estructura productiva, las instituciones financieras y la posición fiscal siguen en un buen pie en Chile. Indudablemente, con menos holguras que antes de la pandemia, pero aún capaces de promover una base sólida para una recuperación y un nuevo período de crecimiento posterior.
El último Imacec de septiembre, de 15,6%, otra vez nos sorprendió y excedió las expectativas. Los servicios marcan un claro signo de recuperación luego de haber estado semidormidos durante los períodos de restricción a la movilidad. Es cierto que, al igual que en otras partes del mundo, la inflación asoma cabeza. Los retiros desde las AFP y los apoyos fiscales de emergencia lo explican en gran parte y el Banco Central ya está actuando. También se ve impactada por los problemas de producción y transportes, que a nivel mundial generan alzas de precios y falta de productos. En el pasado la economía chilena demostró ser suficientemente flexible y productiva para superar problemas equivalentes. Si no se le ponen obstáculos, lo podría hacer nuevamente.
Esto también es válido para la economía global. Su vitalidad y capacidad de innovación están más vivas que nunca y podrían acelerar la recuperación y potenciar el progreso futuro. Pero enfrentan sus propios dilemas de políticas públicas: con propósitos aparentemente loables, se persiguen objetivos ideológicos que pueden cercenar las ilusiones de los más necesitados.
En EE.UU., un gobierno demócrata, con una mayoría marginal en el Congreso, pretende llevar a cabo una expansión del Gobierno Federal que, a largo plazo, puede tener un impacto tan grande o mayor que los programas del Presidente Roosevelt en los años 30 o los de Johnson en los 60. Pero eso no les basta. Buscan además imponer grandes cambios estructurales en la economía, usando sus facultades regulatorias incluso más allá de lo razonable. Para su sorpresa, luego de someter con nuevos impedimentos al sector de producción de combustibles fósiles, ha debido pedir a la OPEP que aumente su producción ante las violentas alzas de los precios de la energía, justo en el momento de mayor demanda, cuando comienza el invierno boreal. Como era de esperar, su petición no ha sido bien recibida.
La COP26, realizada esta semana en Glasgow, es un ejemplo a nivel mundial de cómo se impulsan políticas, con objetivos loables, pero sin evaluar adecuadamente su impacto en las posibilidades del progreso.
La energía proveniente de los combustibles fósiles ha estado en el corazón del avance de la humanidad en los últimos doscientos años. Si bien puede tener efectos ambientales, también tiene gran impacto en mejorar el nivel de vida. No parece razonable condenar a los más pobres del mundo a mantenerse en ese estado mientras se consolidan nuevas alternativas energéticas. Cualquiera sea la razón de los futuros cambios del clima, serán fáciles de sobrellevar para quienes tienen más ingreso. Los que sufrirán son aquellos a los que no se les permite avanzar.
Así como todavía hay razones para ser optimistas del futuro de Chile, si no se impide desarrollar su potencial, ello también es válido para el mundo. Los grandes saltos hacia adelante siempre han nacido del intercambio de ideas y de experimentar con nuevas formas de hacer más confortable la vida humana. La facilidad de comunicación actual permite que ello ocurra con una velocidad antes impensada. Al igual que en el caso chileno, que el progreso se concrete no lo impedirán ni la falta de imaginación ni de financiamiento. Lo único que lo puede impedir son las malas políticas, aunque nazcan de buenas intenciones.