De entre todas las libertades que hoy se amenazan en Chile, las de expresión y prensa son las más sensibles por sus implicancias para la democracia. Hace rato que se levantó una ola, que va y viene, para restringirlas.
En su última versión, el programa de gobierno de Gabriel Boric propone la creación de un Nuevo Sistema de Medios Públicos (léase “estatales”), con televisión, radio y “multiplataformas”, planteados para “el desarrollo de la ciudadanía y sus expresiones de diversidad”, pero que, sabemos, terminan siempre como meros reproductores de verdades oficiales.
Propone también la “distribución equitativa” de frecuencias de radio y TV en regiones y la “descentralización de la distribución en prensa escrita”; y, aun cuando no sabemos el real alcance de esas medidas y cómo se aterrizarían, lo que sí podemos asegurar es que limitarían la existencia de medios de comunicación.
Cuando se nos ha despojado ya de ingenuidad, lo que aparece en el papel como políticas públicas bien intencionadas calza más bien con otros objetivos. La regulación de los medios, en su financiamiento y contenidos, ha sido un largo anhelo de la izquierda en todo el mundo. En la región tenemos lamentables ejemplos recientes, con regímenes que cuando reúnen suficiente poder, cancelan señales de canales de televisión y radios, y clausuran medios escritos no afines al discurso oficial (Venezuela); o impulsan restricciones a la propiedad y financiamiento de medios; consagran los favores oficiales para el periodismo militante y la persecución penal de medios que investigan al poder (Argentina).
No es la primera vez en este agitado 2021 que se nos recuerda lo incómoda que es, particularmente para la izquierda, la libertad con la que se opina y difunde información en Chile. En abril de este año dos senadores de oposición propusieron que la reforma que cambió la fecha de las elecciones prohibiera la participación de candidatos en radios y televisión.
Meses después, la Convención aprobó un Reglamento de Ética que contempla sanciones al negacionismo, los discursos de odio y las noticias falsas, con definiciones ambiguas que no pasan los estándares internacionales de libertad de expresión y que, inevitablemente, inhiben el debate en un espacio convocado, justamente, para ese propósito. En el intertanto, el ex candidato presidencial Daniel Jadue proponía en su programa la creación de un comité que regulara el contenido de los medios de comunicación.
Detrás del intento de ahogar la libertad de expresión y de prensa, hay un propósito de fondo: frenar el debate libre e informado, convertir en enemigos a quienes contradicen las visiones oficiales y denuncian arbitrariedades; y cancelar progresivamente la opinión disidente o la que cruce las fronteras de la corrección política. Sin garantías para la libertad de expresión, no hay ciudadanía; y sin medios de comunicación soberanos para decidir su existencia, definir líneas editoriales, informar, escrutar al poder, investigar y denunciar, no hay democracia.
Miraría esta ola, que viene y va, con especial celo. La experiencia en Chile en los últimos años demuestra que lo que parece descabellado hoy para una mayoría, con persistencia y un discurso que lo conecte con alguna “desigualdad”, será mañana no solo posible, sino imprescindible.
Isabel Plá