Uno de los mayores retos que enfrentan las sociedades contemporáneas es cómo crear orden en medio de la inestabilidad. La inestabilidad es inseparable de una nueva normalidad. Por el contrario, lo estable —aquello que se mantiene sin peligro de cambiar, caer o desaparecer— se vuelve una rareza.
Vivimos en sociedades que la sociología caracteriza como líquidas, en continua transformación, sujetas a procesos de destrucción creativa, donde todo lo sólido se desvanece en el aire. Sociedades del riesgo, de futuro incierto. Con la COP26, este diagnóstico se intensifica: el planeta estaría amarrado a una bomba de tiempo y corre el peligro de cavar su propia tumba.
Chile se halla tironeado entre orden e inestabilidad. En esos términos busca plantearse la elección presidencial, se elabora la nueva Constitución, se separan los votantes y se interpreta el futuro de la economía y la sociedad.
A la base se encuentra una extendida percepción de desorden. El país retrocedió durante la pandemia. La brecha entre oportunidades, expectativas y satisfacciones aumentó. Hay un ánimo alterado en las calles, visible en los mercados, que perturba las relaciones entre generaciones y polariza la comunicación pública. La violencia parece andar suelta y se reproduce al infinito en las pantallas, alimentando sentimientos de inseguridad.
Entonces, ¿cómo conjugar orden e inestabilidad en tiempos agitados? Lo primero es abandonar la creencia de que se trata de conceptos incompatibles y excluyentes. Al contrario, ahora se necesitan mutuamente. Sin orden, la inestabilidad del cambio genera ingobernabilidad; lo vivimos a inicios de los años 1970. A su vez, un orden que no se transforma y adapta, que sofoca la inestabilidad, solo existe como quimera en la sociedad contemporánea. Esta supone órdenes cambiantes que no excluyan la inestabilidad. De ese aprendizaje depende la democracia en el siglo XXI.
Sin embargo, las principales propuestas que compiten por nuestra adhesión van en la dirección contraria. Esquemáticamente, una sugiere aumentar la inestabilidad aun al riesgo de que el cambio se torne ingobernable. La otra da una precedencia absoluta al orden, al punto de descartar cualquier transformación por el riesgo de inestabilidad que conlleva. Esta polarización de la conciencia ideológica se refleja luego en la sociedad, la cual queda atrapada al medio de estas dos lógicas excluyentes. Entre ambas, la alternativa del cambio ordenado, de un orden inestable pero gobernable, apenas logra abrirse un espacio.
Mientras más se ensanche y ahonde la brecha entre posiciones excluyentes, mayor será la dificultad para construir un horizonte compartido —incluida la casa común— donde el orden coexista con la inestabilidad y esta con la transformación ordenada de la sociedad.