En tiempos turbulentos y de incertidumbre como los nuestros (a nivel global y local), siempre es bueno buscar refugio en la lectura de grandes pensadores a los que les tocó vivir crisis incluso más radicales que las que nos toca atravesar hoy. Releo la biografía que el gran humanista vienés Stefan Zweig escribiera sobre ese otro gran humanista, pero del siglo XVI, Michel de Montaigne. Zweig vio cómo el mundo de las seguridades de su infancia y juventud se precipitaba en el abismo de la Segunda Guerra Mundial, y cómo se destruían los valores fundamentales del humanismo europeo. Se rompía la delgada capa de racionalidad que separa al ser humano de la barbarie y es, entonces, en ese escenario extremo e incierto, cuando escribe el ensayo sobre Montaigne. Montaigne —siglos antes que Zweig— fue testigo de otra brutal guerra, pero de religión, que ensangrentó y dividió Francia. La pregunta fundamental que se plantea Zweig es cómo permanecer libres en medio del horror y mantener ilesa la humanidad que todos llevamos dentro. Y es en Montaigne donde encuentra Zweig un “amigo” en el pasado que le enseña el arte de cultivar y mantener esa individualidad amenazada por los fanatismos y la violencia.
Nosotros podemos encontrar en Zweig un amigo que, desde el ayer, nos da claves sobre lo que estamos viviendo hoy. Un botón de muestra: el tema de la fractura generacional. Zweig dice que la lectura de Montaigne lo dejó indiferente cuando lo leyó joven y explica el porqué: “¿De qué nos sirve su sosegado anhelo de templanza y tolerancia a una edad impetuosa que no quiere sufrir desilusiones y no busca tranquilidad sino solo, de manera inconsciente, algo que estimule su impulso vital? Es consustancial a los jóvenes no dejarse aconsejar templanza y escepticismo. Cualquier duda se convierte para ellos en un freno, porque necesitan fe e ideales para desatar su energía interior. E incluso la locura más radical y absurda, con tal de que los entusiasme, les resulta más importante que la sabiduría más sublime, que debilite su fuerza de voluntad”.
Recordé estas reflexiones al escuchar a un joven candidato a senador manifestando con imprudente inocencia la necesidad de promover la “inestabilidad” para acelerar los cambios. Se retractó después de lo dicho, pero lo que dijo (como lapsus o convicción) expresa con sinceridad casi “naif” el deseo más íntimo de muchos jóvenes, que Zweig sintetiza así: a ninguna generación nueva le gusta que le hablen de serenidad o prudencia, porque toda su energía está concentrada en “estimular su impulso vital”. “Una de las misteriosas leyes de la vida es que descubrimos siempre tarde —dice Zweig— los más auténticos valores”; entre ellos, el de la libertad, “esa esencia preciosísima de nuestra alma, que valoramos solo cuando está a punto de sernos arrebatada o ya nos ha sido arrebatada”. Los jóvenes están en todo su derecho de querer ser protagonistas de la historia y a nosotros, desde una melancolía y escepticismo (propios de la edad) ante todo radicalismo, solo nos queda intentar traspasar la posta de ese humanismo desgarrado, el de Zweig y Montaigne.
¿Cómo conciliar el necesario ímpetu para los cambios con la sabiduría de la experiencia? No es fácil resolver la tensión entre Tradición y Ruptura. Y nadie puede evitar a los jóvenes equivocarse. Es más, parece que el sufrimiento es el único camino para llegar a la verdad, y todo intento por ahorrárselo a las nuevas generaciones está condenado al fracaso. La duda es un freno que molesta a los que intentan cambiar el mundo: ellos no quieren sufrir todavía desilusiones. Qué absurdo es desilusionarse antes de empezar. Pero las desilusiones llegarán inevitablemente. Ese es el momento —doloroso pero también maravilloso— en que descubrimos que nuestros verdaderos contemporáneos eran esos jóvenes de ayer, iluminados por la duda y la decepción, en ese pasado que quisimos —con soberbia— borrar o superar.