Nuestro país está viviendo un proceso de cambios mayores, algunos asociados a los impactos de la crisis generada por la pandemia, otros a las demandas ciudadanas que cristalizaron con el estallido social de 2019. A estas alturas, una amalgama difícil de precisar en cuanto a origen y consecuencias.
Sin duda, se trata de desafíos muy distintos a los que enfrentamos en las décadas pasadas, partiendo por su conceptualización. Una terminología que alude a fenómenos complejos e interrelacionados, y que una simple descripción no permite comprender en su real dimensión. Menos, abordar desde una perspectiva única, jerárquica y de gobernanza vertical.
Así, crear puestos de trabajo de calidad; atender los factores diferentes al consumo material que influyen en la calidad de vida de las personas; reducir las desigualdades y alcanzar una convivencia social sin segregaciones; y abordar los cambios medioambientales que nos están afectando directamente, son materias que requieren un amplio esfuerzo colaborativo para darles una respuesta sostenible en el tiempo. Sin embargo, las políticas seguidas hasta ahora están basadas en iniciativas dispersas, que se canalizan a través de los mercados, algo que solo funciona en escenarios de baja complejidad y con tendencia al equilibrio.
Esta desconexión entre desafíos complejos y estrategias lineales, hace que las intervenciones públicas tengan baja efectividad y que los problemas permanezcan sin resolución. Esto genera frustración en las personas y sigue alimentando la desconfianza en las autoridades e instituciones.
En este escenario, se hace visible el valor de los territorios más allá de su dimensión física. Una representación que hoy releva el valor inmaterial de visiones y valores compartidos por una comunidad y que le dan una identidad particular. Por esta razón, el único camino viable para romper dicha inercia implica combinar una clara intencionalidad de las políticas públicas para identificar y enfrentar los grandes desafíos que se van imponiendo, con la adaptación de las acciones concretas a los contextos locales. Cuatro razones sustentan este enfoque.
Primero, la nueva estrategia de desarrollo debe ser multiactor, lo que significa reconocer que las soluciones a los problemas de la sociedad no provienen de acciones individuales o aisladas, sino que emergen del esfuerzo conjunto de los diversos actores que tienen capacidad de aportar a las soluciones. El Estado debe pasar de ejecutor de programas a articulador de la interdependencia; las empresas, ir más allá de sus enfoques tradicionales e involucrarse en la solución de los problemas sociales; las universidades, abrirse a una colaboración más activa con su entorno; la sociedad civil, conformar un tejido social con la densidad suficiente para servir de contraparte ante los demás actores.
Segundo, las intervenciones de política de la nueva estrategia deben ser sistémicas, lo que permite aprovechar las sinergias que se producen con la integración. Este es un cambio importante respecto del enfoque tradicional de fragmentar y estandarizar las políticas públicas, que sigue mostrando poca efectividad ante problemas complejos. El número de organismos independientes del Gobierno Central aumentó desde 113 en 1990 a 157 en 2021, a lo que se agregan los gobernadores regionales. Esta tendencia a la fragmentación es un riesgo importante para la efectividad de la nueva estrategia de desarrollo.
Tercero, el contexto en el que se aplican las intervenciones públicas es fundamental para que se logre el impacto esperado. El funcionamiento de los ecosistemas de transformación depende de un conjunto de factores que potencian los esfuerzos que realizan los diversos actores. Entre ellos está la competencia de los mercados, pero también la infraestructura física y social que facilita las interacciones. Los espacios públicos, el patrimonio cultural, la integración urbana y el transporte son también factores que inciden en la calidad del ecosistema.
Cuarto, la nueva estrategia debe surgir de procesos de cocreación en los que participan los diversos actores interesados, lo que significa reconocer que los esquemas ideológicos de derecha o de izquierda son una pérdida de tiempo para los propósitos del desarrollo. Los procesos abiertos, en cambio, permiten el aprendizaje y la adaptación de las intervenciones en el tiempo para mantener su efectividad. El conocimiento que se requiere para diseñar las políticas públicas no lo tiene el Estado, sino que está distribuido en toda la sociedad.
Si bien estos son criterios que se aplican al conjunto de la estrategia de desarrollo, en la práctica se adaptan mejor a las intervenciones que están orientadas a localidades específicas. Los cambios en el estilo de gobernanza a nivel nacional son más complejos de lograr. Por esta razón, en la mayoría de los países del mundo se ha producido una tendencia a optar por políticas y soluciones locales para enfrentar los grandes desafíos de la sociedad. En Chile, este hecho adquiere una relevancia mayor porque la reciente elección de los gobernadores regionales abrió una ventana de oportunidad para articular las intervenciones que la nueva estrategia de desarrollo requiere.
En síntesis, el país necesita superar la desconexión que existe entre los problemas complejos que enfrenta la sociedad actual y las soluciones lineales que ofrecen las políticas que hemos aplicado hasta ahora. Este giro se logra con una estrategia multiactor, sistémica, contextual y cocreada, lo que se conecta mejor con la articulación de intervenciones locales o, como se da en llamar, en los propios territorios.