Lo que está pasando hoy en Universidad de Chile es lo que puede denominarse una crisis total. No porque sea terminal, sino porque abarca una serie de aspectos que, encadenados, dan la idea de una entropía de difícil resolución. Al menos en el corto plazo.
Que hoy la U esté viviendo días de inquietud es la consecuencia de una serie de factores que comenzaron a gestarse en los últimos años por el choque de dos anhelos que son excluyentes más que complementarios: el deseo institucional de convertirse en una estructura con tintes empresariales que se sustente sobre una base social.
Es decir, la U ha pretendido ser administrado como un retail, pero manteniendo el espíritu de las tienditas de barrio.
Y claro, el experimento no ha logrado cuajar.
Lo que está viviendo hoy en la cancha es un reflejo de esa paradoja. El plantel de este año fue armado por dos símbolos de esa U añorada por los hinchas apostando que ellos (Sergio Vargas y Rodrigo Goldberg) no solo por conocimientos técnicos, sino que también por identificación, tocarían las teclas necesarias para que el equipo pudiese desparramar los románticos ideales del club.
Sin embargo, paralelamente a ese proceso, la venta de la empresa administradora del club a un fondo de inversiones dio cuenta de otra parte de la realidad: la U es un negocio, un bien, un producto que se transa y se administra con criterios de mercado. Y eso no es negociable.
Cuando la U versión 2021 entró en su primera gran crisis —con Rafael Dudamel como DT— las decisiones adoptadas fueron del tipo empresarial más que del futbolístico.
Dudamel primero, y luego los propios Vargas y Goldberg, fueron borrados de sus cargos en lo se suponía sería el inicio de un reseteo técnico que haría que la U pudiese mantenerse en los lugares de avanzada y hasta pelear el título, que es lo que uno supone debe ser el objetivo de un club como Universidad de Chile.
Pero no fue. Más que buscar un entrenador consolidado y un gerente deportivo con grandes conocimientos técnicos, la opción mercantil de los nuevos y desconocidos dueños de Azul Azul fue abaratar costos, mover algunas piezas y simplemente llevar a un DT de las divisiones menores (Esteban Valencia) al primer equipo —quien además daba el tono de ser un “referente”— y contratar como máximo planificador técnico no a un entrenador experto, sino que a un economista (Luis Roggiero) para que proyecte lo que se supone puede rendir la empresa en los próximos años.
Y claro, la combinación no dio resultados en la cancha. Como estructuralmente la U no dio el tono en toda la temporada (por momentos hubo triunfos, pero nunca una sensación de consolidación) no pudo evitar la crujidera que se acentuó en las últimas fechas. Sin herramientas para conseguir algo de estabilidad, Valencia no logró darle un sello aunque fuera mínimo al equipo y menos hay alguien que desde arriba que entregue señales de cómo salvar el honor en las cinco fechas que restan del torneo.
No, no es raro lo que está pasando en la U. Lo que es raro es que sus responsables no se den cuenta. Y que, ante miles de seguidores, se siga viviendo y observando con normalidad lo que es una crisis evidente y profunda.