Rumaan Alam (1987) es hoy, tal vez merecidamente, la última revelación de las letras estadounidenses. Afroamericano, de familia acomodada, estudió en el exclusivo Oberlin College y reside, junto a su esposa e hijos, en un sector bastante privilegiado de la Gran Manzana. Alam colabora en prestigiosos medios y es autor de las novelas Rica y bella, Esa clase de madre y Dejar el mundo atrás, que se ha transformado en un fenómeno de ventas y público, sus derechos de traducción se han traspasado a veintitrés idiomas y ya está en curso una serie de Netflix, con Julia Roberts y Denzel Washington como protagonistas.
La crítica angloamericana no ha sido nada de mezquina con Dejar el mundo atrás. Por el contrario, las celebraciones son tantas que resultan un si es no es asfixiante: “un libro extraordinario”; “fabulosa combinación de aguda prosa, visión despiadada de la sociedad de consumo”; “la obra de una época”.
El término “novela coral” se ha usado tanto que, a estas alturas, roza el lugar común. Sin embargo, se aplica a Dejar el mundo atrás. Los personajes son tantos, que cuesta recordarlos y a Alam poco le preocupa la memoria del lector al incluir de súbito y sin aviso previo a Archie, un problemático joven; a su hermana Rose, inteligentísima muchacha que adivina el lenguaje de las plantas y los animales, sobre todo ciervos; a Clay y Amanda, matrimonio maduro en torno al cual giran los demás; a G. H., quien comparte historias de desastres con el resto; a Ruth, lectora que intercambia opiniones con Maya, profesora de un colegio Montessori, y G. H.; a Hazel, íntima de Rose, pero con quien nunca se ha visto, pues, aparte de ser ludópata, su relación es virtual. En síntesis, una vastísima galería de actores que entran y salen del relato, sin que este pierda solución de continuidad.
Fundamentalmente, Dejar el mundo atrás es la crónica divertida, plena de anécdotas, a veces terribles, de las vacaciones que Amanda y Clay se toman en un apartado rincón de Long Island, con el fin de reposar de su agitada vida en Manhattan, en una casa de lujo, junto a sus dos hijos adolescentes. Se trata de un rato de ocio, en un distrito muy afluente, donde, hasta hace poco, era del todo imposible que acudieran los afroamericanos. Pero, tanto Amanda como Clay, al lado de quienes les rodean, si no pueden calificarse de ricos, poseen amplios medios como para darse momentos de opulencia. Por cierto, no todas las figuras de Dejar el mundo atrás son de raza negra; con todo, aquí se encuentra, al menos para nosotros, la gran novedad de esta ficción: todos los participantes, sin excepción, en especial los afroamericanos, son personas de recursos. Y Alam, lejos de elaborar una obra de denuncia, construye un pequeño edificio literario, donde si bien hay afiladas meditaciones acerca de la raza, la clase social o el ostentoso espejismo de la supuesta seguridad proporcionada por el dinero, los temas son otros, muy universales, que se relacionan con el futuro inmediato, la idiotez generada por la nueva cultura de los computadores, los celulares y artificios semejantes, así como el tono fraudulento que adquieren nuestros vínculos con los otros cuando apenas los hemos visto en instantáneas tomadas por gente que, a lo largo de las veinticuatro horas del día, está obsesionada con sacarse selfies o tomar fotos de todo lo que ven, creyendo que eso es existir, en circunstancias de que constituyen las formas de alienación más extremas que se han conocido.
Con todo, Dejar el mundo atrás es mucho más que todo lo antes dicho. Se trata, nada más ni nada menos, de unas vacaciones muy singulares, en un rincón donde la naturaleza aún no ha sido expoliada y convive la más variopinta clase de seres, a los que nos hemos referido, con la particularísima perspectiva de un universo en el que las personas se cuentan sus sueños, sus visiones diurnas, lo que experimentan en la duermevela, aquello que nos atrevemos a relatar solo a unos pocos, ese fenómeno que tiene y no tiene explicación, pues transcurre en un paraje en el cual poquísimos tienen acceso, ya que describe las aventuras y desventuras de un grupo caracterizado por la inestabilidad, la incertidumbre, la permanente inseguridad.
Así, Dejar el mundo atrás deviene, mucho más allá de ser la crónica de una quincena de días de plácido desahogo, una radiografía de ciertos grupos actuales que, de pronto, se ven enfrentados a un futuro apocalíptico, sin electricidad o agua, apenas con lo puesto, sin acceso a internet, ante noticias alarmantes que les impiden saber qué ocurrirá en los próximos minutos.