Desde el retorno de la democracia, el PIB de Chile se ha multiplicado cerca de cuatro veces. En perspectiva, de cada US$ 100 que se producían en el planeta en los 80, US$ 0,15 eran nacionales. La cifra alcanza ahora US$ 0,3. Gran logro para una nación con 0,25% de la población mundial.
Si bien es difícil saber con exactitud su contribución, parte del éxito nacional pasó por la decisión de abrirse al comercio mundial (reducción de aranceles). El álgebra era simple. Si puedes comprar más y mejores bienes a menores precios en el exterior, ¿por qué limitar el bienestar de la población a lo que se produce acá? Y si puedes ofrecer productos a cientos de millones de consumidores de alto poder adquisitivo, ¿por qué restringir la venta al territorio nacional?
A partir de los 90 tal enfoque se consolidó. Bajo distintas administraciones, Chile acumuló acuerdos comerciales. Canadá (1997), Unión Europea (2003), EE.UU. (2004), China (2006), Hong Kong (2014) son algunas de las asociaciones que permitieron aumentar el volumen de importaciones y exportaciones. Además, a la eliminación de barreras comerciales se le atribuye una reducción sobre los niveles de inflación (por el ingreso de productos baratos) e incluso reducciones en la volatilidad del tipo de cambio real (desde el 2001). Y en una perspectiva de más largo plazo, la evidencia sugiere que, gracias a la reasignación de recursos, la liberalización comercial aumentó la productividad de empresas manufactureras nacionales.
Obviamente, no todo fue perfecto. Mientras el impacto sobre la desigualdad fue ambiguo, la evidencia sugiere que faltó capital humano —ese de verdad, no el que viene con el apellido— para aprovechar las oportunidades. Los datos del atlas de complejidad de Harvard indican una baja diversificación de exportaciones desde el 2004 (solo 9 nuevos productos desde entonces). A esto se agrega una estable caída de 1,5% anual en las ventas al exterior entre el 2015 y 2019. La reciente aparición de exitosos emprendimientos (unicornios) que miran hacia afuera no debe distraernos de esa negativa tendencia.
Esto, sobre todo, pues el planeta ofrecerá nuevas oportunidades luego de la crisis causada por la pandemia (la globalización puede ponerse en pausa, pero no revertirse). Sin embargo, hay que estar atentos y dispuestos a competir por ellas. Quizás por eso la rapidez con que Perú actuó para ingresar al TPP11 y la intención de China de hacer lo mismo.
En Chile, por el contrario, los avances en esta materia avanzan a velocidad de tortuga. Detenido en el Congreso, la entrada al TPP11 parece cada vez más lejana. Y por si fuera poco, ahora ronda la idea de un sector político de “revisar los acuerdos comerciales en vigencia para evaluar su pertinencia en el marco de un nuevo modelo de desarrollo”. ¿Excusa para saltarse las obligaciones que los tratados imponen? ¿Qué incentivo tendrá el primer mundo por darnos ese lujo? Con solo un 0,3% del PIB mundial, Chile debe crecer apostando al exterior y evitar hacer el loco. En una economía globalizada, puede ser alto el costo de ser un país chico y choro.