George Orwell decía: “quien controla el presente controla el pasado y quien controla el pasado controlará el futuro”. En otras palabras, el que escribe la historia será el dueño del futuro. Y es la izquierda, militante y comprometida, quien ha escrito la historia de la Unidad Popular.
Esto responde a varias razones: primero, la derecha, en general, cree poco en las ideas y piensa que con eficiencia y crecimiento se clava la rueda de la fortuna. En segundo lugar, muchos sentimos que, tras el golpe militar, cuando comunistas, socialistas y otros eran perseguidos, sin la protección de los recursos que entrega el Estado de Derecho democrático, ciertamente no era el momento de enrostrar culpas a las víctimas, sino más bien de encontrar vías de reencuentro. Luego se instaló un negacionismo de facto que prohibía cualquier análisis de las causas del colapso democrático o del contexto histórico del golpe militar: “explicar” pasó a ser sinónimo de “justificar” y entonces, para expresar una opinión discordante, no solo había que tener evidencias, datos y argumentos (que es todo lo exigible al debate público o historiográfico), sino que además era necesario estar dotado de un coraje sobrehumano para enfrentar las descalificaciones, las funas y la agresión.
Siempre he tenido la convicción de que para evitar una repetición del pasado no basta con museos de la memoria, ni con la reiteración de mantras que imploren “nunca más”; no son suficientes los mitos o consignas y tampoco el adoctrinamiento escolar. Es necesario analizar profunda y honestamente cuáles fueron las causas que motivaron el golpe militar y entender cuáles son las consecuencias predecibles de ciertos actos y conductas, pues si ello no ocurre, es prácticamente imposible que las tragedias no se repitan.
Pues bien, ahora que se nos dice que nuevamente “se abrirán las anchas alamedas”, que el candidato hoy con mayores posibilidades de ser el futuro gobernante representa a una izquierda radical en alianza con el Partido Comunista, ahora que se proclama la necesidad de “terminar la obra inconclusa de Salvador Allende”, parece imperativa una reflexión acerca de la naturaleza del gobierno marxista de 1970-73.
El programa de aquella coalición no negaba su carácter “revolucionario” y refundacional y contemplaba, igual que hoy, una transformación total, económica, política y social (incluidos tribunales populares), para llevar al país a una sociedad socialista, en gran medida inspirada en Cuba, que nos transformaría en los “hermanos menores” de la Unión Soviética, el régimen más totalitario conocido en la historia de la humanidad. Su propuesta incluía la estatización de los medios de producción, o sea, el control completo por parte del gobierno de la actividad económica, con todo lo que aquello trae consigo para las libertades personales. Este objetivo se logró al margen del Congreso, por una política de hechos consumados y de resquicios legales que permitían la intervención de bancos y empresas, mientras otras eran requisadas directamente por el Estado. Mientras tanto el MIR, entre otros, penetraba el sector agrícola y promovía la toma violenta y armada de la tierra. Todo ello con las inevitables consecuencias de endeudamiento, inflación, desabastecimiento y colapso de la economía.
Sin embargo, el más grave problema de la Unidad Popular fue su legitimación de la vía armada, de la violencia como elemento legítimo para lograr sus objetivos políticos, que llevó al país a la polarización extrema y al borde de una guerra civil. Es esta la razón por la cual —como magistralmente ha denunciado Cristián Warnken en este espacio— es moralmente inaceptable la defensa que intelectuales, como Atria, hacen de la violencia, como también la ambivalencia y neutralidad del candidato de izquierda frente a ella.