Un parlamentario de la antigua Concertación profirió una frase que pretende ser provocativa: “Nosotros le entregamos a Piñera un país ordenado y está devolviendo un m.”. Si no escribo con todas sus letras el último sustantivo, no se trata de beatería, siempre hipócrita. Solo que no quiero participar en la degradación del lenguaje que quizás se practique más en Chile que en otros países de América Latina; lo hacen representantes masivos de todos los sectores, de capitán a paje. La trayectoria del parlamentario merecería mayor dignidad. El problema es que representa un modo de reaccionar colectivo.
En ese juicio rotundo, el Estallido y la pandemia son eliminados de la imagen. La incapacidad del Gobierno, se afirma, explicaría la caída de la economía el 2020. En medio del griterío actual, pocos reparan en que esto, o es pura necedad, o ignorancia supina, o directa mentira o mentirilla (todo vale, total se cree cualquier cosa), como si la pandemia no hubiera provocado una recesión global que afectó a casi todos los países, y en Chile se manejó algo mejor que el promedio continental, hecho no menor.
Ello no quita una puntualización. Si bien a partir de la crisis asiática (1998) el crecimiento, que parecía un verdadero take off económico, experimentó una tendencia sistemática de disminución, con retrocesos o paralización en las administraciones Bachelet (la primera, por la crisis global de 2008); las administraciones de Piñera, aunque mantuvieron una ágil gestión y un crecimiento modesto, no lograron que el país retornara a ese desarrollo que parecía radiante desde fines de los 1980.
El Estallido —entendiendo que en parte se produjo por la debilidad política de la administración— ya colocó un obstáculo a la esperanza de conferirle nuevamente dinamismo al crecimiento. Se le sumó la extensa duración mundial de la pandemia, que le arrojó una lápida a toda esperanza de renovado desarrollo de largo plazo. Ello, a pesar del impecable combate a la peste por parte de Piñera, reconocido globalmente, llevado a cabo aun contra los esfuerzos de la oposición y de la mayoría parlamentaria, restando todavía contraofensivas del virus mismo. La oposición política, los atorrantes de Plaza Italia y los gremios que estaban en la vanguardia de colocar miguelitos: el Colegio Médico y el de Profesores querían cerrar indefinidamente el país, haciendo zancadillas a la reactivación (¿de dónde diablos iban a salir entonces los recursos para la salud y la educación?), en indisimulado empeño de que cayera el Gobierno. Han tenido éxito en desfondar no solo a este gobierno, que toca a su fin, sino a la independencia financiera del país, arduamente lograda, empresa de demolición en la que participan quienes trabajaron en su construcción desde el plebiscito de 1988 y en las tres décadas que siguieron. Como país, volveremos a ser los pedigüeños de otra época, en tiempos en que ya no hay ayudas internacionales.
Imposible no referirse en este contexto a los Pandora Papers, pequeño gran terremoto. Será la justicia la que determine si hay hechos nuevos, ya que de inmediato surgió el espíritu suicida de cercenar la yugular con la acusación constitucional, impertérrito en demoler todo. Ello no quita que, en este como en otros casos, las formas han sido muy relevantes en todos los sistemas políticos, no solo en democracia, y es lo que nos planta en la cara la información de los mencionados papers. Como ya se ha dicho en estas páginas, hay un principio que hace dos mil años quedó expreso e impreso como una Tabla de la Ley de la política: “La mujer del César no solo debe ser honesta, sino que también debe parecerlo”.