Es, a la larga, una cuestión de fe.
Uno puede creer en los milagros, por cierto. O simplemente calificar de “milagro” es una suma de cosas y circunstancias que se suman en el momento preciso.
Lo de la selección puede considerarse un milagro, porque no habrían bastado dos triunfos —que en todos los pronósticos debían producirse obligadamente— para ponerse nuevamente en carrera. Hubo que esperar otros resultados, la aparición mágica de Brereton, el retorno del público tras la pandemia, la endeble situación de Berizzo y las ausencias de Venezuela para que comenzáramos a soñar nuevamente con Qatar 2022. El milagro sería que en la fecha de noviembre otra vez se sumaran los factores, y en ese sentido, no nos queda más que ser creyentes.
Lo de Wanderers puede ser un milagro, también. Un equipo que estaba en ruinas ha sumado puntos y confianza a punta de victorias sufridas y épicas, como la del clásico. Aunque Ronnie Fernández cayó como un Ángel de la Guarda y Reinaldo Sánchez los arrulló con la sabiduría de un viejo profeta, para que el agua se convierta en vino y Lázaro se levante y camine todavía falta un trecho. Encaminados están, pero la mística, la fe y la motivación retornaron al puerto. Y hay, además, una generosa recompensa, lo que siempre ayuda.
No es milagro lo de la Universidad Católica. Que haya ganado todos los puntos en disputa después de la partida de Poyet y se haya hecho imbatible de visitante (donde antes daba bote) no tiene que ver con la camiseta que usa el de arriba, sino simplemente con la actitud de un grupo que se sintió aliviado con la partida del uruguayo y, sobre todo, de su hijo. Un jefe pesado siempre provoca desgano, desmotivación y ganas infinitas de hacerles el quite a las obligaciones, y eso, discúlpenme, es más terrenal que divino. Si son campeones con el interinato de Paulucci, habrá que darle el mérito al plantel que aceleró los cambios cuando la lógica era “respetar los procesos”. Eso, a veces, también se llama motín a bordo, revolución o “cama”, aunque los conceptos suenen poco católicos.
Si la U no fuera un equipo laico, debería invocar un milagro. O hacer una manda. O irse de rodillas a alguna parte. El momento del desplome está tan claro que no hace falta repetir que fue la derrota ante Colo Colo (ups), pero la salida a esta maldición requiere de algo más que un exorcismo o un sahumerio. Sería fácil decir que bastaría con marcar los liderazgos directivos y técnicos para evitarse una intervención divina, pero es tan pertinaz el secretismo de sus dueños y tan diluido el rol de Roggiero que habría que buscar una solución más pía. Como en la Casa de Bello no parecen muy preocupados del flagrante robo del alma que sufrió el club, yo empezaría a prender velas. Por si acaso.