Naoko Abe (1970) es una reconocida, premiada y consagrada periodista y escritora japonesa. Fue la primera investigadora política que dio cobertura a la información del Primer Ministro y el Ministerio de Defensa en el Mainichi Shimbun, uno de los rotativos más importantes de Japón. Desde que en 2001 se mudó a Londres con su esposo británico y sus dos hijos, ha publicado cinco libros.
El hombre que salvó los cerezos, su biografía del naturalista londinense Collingwood Ingram, obtuvo en Japón el prestigioso y codiciado premio Nihon, en 2016.
La crítica angloamericana ha sido extremadamente pródiga en aplausos hacia
El hombre que salvó…: “un retrato de enorme gracia y refinamiento, rico en detalles”; “una cautivadora biografía sobre el hombre que ayudó a cambiar el rostro de la primavera”; “revelador y misterioso”, “bellamente escrito y todo un logro en cuanto a su investigación”, etcétera.
En el archipiélago nipón, cada primavera, el brote en flor de los cerezos es una prodigiosa fiesta de los sentidos y el máximo símbolo de esa milenaria civilización. Lo que prácticamente nadie conoce es que si en el presente continúa vivo ese patrimonio floral de la humanidad, ello se debe a un inglés llamado Collingwood Ingram, cuya historia nos es narrada en
El hombre que salvó…… Ingram, proveniente de una próspera familia, se interesó desde la infancia y adolescencia en la ornitología, y semejante fervor lo condujo a Japón para escuchar el canto de los pájaros en aquellos parajes. Con el tiempo, dejó a un lado lo ornitológico y lo sustituyó por la horticultura, la floristería y la botánica, con una profundidad raras veces vista entre sus pares. En las islas niponas quedó arrebatado por las miles de variedades de cerezos, de las que, en esa época se calcula que habría unas doscientos cincuenta. Cuando en 1919 se instaló con su familia en Kent, descubrió, con alborozo, que en el vergel de la propiedad había dos maravillosos cerezos asiáticos que cultivó con esmero y admirada dedicación. En 1926 llevó a cabo un nuevo viaje a Japón en procura de esas especies arbóreas y, alarmado, descubrió que por causa de la modernización y occidentalización de la nación y debido a la decisión de cultivar una única variedad clonada, estaba yéndose a pique la infinita variedad de cerezos de las islas niponas, incluido el espectacular Taihaku o “gran blanco”. Ingram dedicó su vida a la preservación de esas especies y a salvaguardar la tradición de la sakura, palabra para referirse al cerezo en flor, hasta su muerte, ya centenario, en 1980. En gran parte
El hombre que salvó… es un volumen acerca de botánica, pero básicamente aborda una obsesión y una idea fija en torno a la preservación de un patrimonio estético por medio de una lucha callada y constante. También es, este singular texto, la historia de dos países y dos culturas; la narración del final del mundo victoriano, en el que nació Ingram en 1880 y el convulso siglo XX. En suma, estamos frente a la magnética personalidad de un hombre enigmático y de un espécimen arbóreo que al florecer produce una belleza que admira a todo el mundo.
Naoko Abe ha producido un ejemplar extraño, muy poco común, incluso inverosímil, donde el centro de atención está puesto no en los personajes, de hecho inexistentes, apenas reducidos a nombres, sino en flores, plantas, árboles y las innumerables formas de cultivarlos. Se trata de algo muy poco frecuente, pues la botánica y ciencias derivadas son materiales por lo general ajenos a la literatura. No obstante, Abe y este título consiguen algo escasísimo en las letras de hoy, vale decir, despertar nuestra curiosidad en las plantas, las flores, los árboles, los frutos, el mundo vegetal, todo ese universo ignorado en las letras del presente.
En ese sentido
El hombre que salvó… conforma del todo una rareza, puesto que nos introduce en un medio y un ambiente ignorados, en nuestra cultura, pero en los cuales Naoko Abe posee una profunda y pasmosa erudición. Así, su detallada descripción de la inmensa proliferación del mundo floral nipón es de un detalle y unos pormenores tan minuciosos que en verdad bordean lo indescriptible.
El hombre que salvó… no merece ningún reproche, salvo quizá, la excesiva, muy abundante, a ratos incómoda presencia de notas al margen. Este elemento conforma un factor distractivo en un ejemplar, por lo general, sobresaliente.
El hombre que salvó… resulta en definitiva un bello tomo y, en la especie, es pertinente citar una frase que Ingram escribió: “Con el sol atravesando la cascada de flores de color rosa claro y visto a través de las puertas del Shoji (papel) abiertas, el efecto era de una belleza indescriptible”.