Más allá del inacabable ciclo mortuorio que le damos los medios a la selección nacional —que muere y resucita de acuerdo a los resultados que va obteniendo—, parece más importante establecer y reflexionar cuál será el legado que dejará la generación más triunfadora de la historia del fútbol chileno ahora que, inevitablemente, se está consumiendo y extinguiendo.
Lo que seguramente será lo primero que vendrá a la mente en la evocación futura serán sus triunfos y sus logros inéditos. Los títulos de la Copa América, sus clasificaciones consecutivas al Mundial y sus más que dignas presentaciones en aquellas instancias. También se recordará que sus jugadores estuvieron en la élite del fútbol, no como meros integrantes, sino que como protagonistas e ídolos de grandes equipos.
Pero no será lo único. Porque es seguro que, conforme pasen los años y se aleje la vivencia personal, se traerá a colación la manera como esta generación encaraba todos sus partidos. Se hablará de su sello, de su forma, de su modo irreductiblemente frontal y ambicioso —
incluso en momentos complicados y ante rivales superiores—
que determinó un giro esencial en el devenir histórico de la Roja. Esta generación, en definitiva, se convertirá con los años en una referencia inevitable y ojalá en una inspiración.
Tal vez eso, y no los puntos que se lograron y que hacen reflotar la ilusión matemática de llegar a Qatar 2022, es lo que más se puede valorar del triunfo sobre Paraguay.
Porque más allá de las inexplicables decisiones técnicas (¿por qué si Martín Lasarte quería jugar con un atacante centro para que se metiera entre los centrales paraguayos eligió a uno que no lo es, como Luis Jiménez?) y de la evidente baja de rendimiento de jugadores que son emblema (Charles Aránguiz y Alexis Sánchez no llegaron en las mejores condiciones físicas ni futbolísticas y se notó), lo valorable es que Chile haya logrado sobreponerse a sus propias limitaciones y en tres minutos y dos jugadas muy precisas consiguiera una victoria que parecía lejana, improbable. Muy de la identidad propia de este grupo de jugadores históricos.
En esa fase corta pero decisiva, en verdad se pudo observar con claridad aquella impronta forjada por años de trabajo y que será la herencia que dejará esta generación para el futuro. Correr hasta caer abatida, buscar por todos los medios cuando parecen todas las puertas cerradas, construir una jugada inspirada en momentos en que la mente está nublada, superar decisiones arbitrales enervantes. Eso es lo que quedará. Ese es el legado.
Sacar la calculadora y pensar que llegar al Mundial es una opción todavía posible es un ejercicio inevitable. Hay que seguir hablando de muertes, entierros y resurrecciones. O de la brillantez inigualable de los “viejos rockeros” (qué denominación más absurda y alejada de la deportividad) que “merecen” una despedida de lujo en una Copa del Mundo, porque es parte del juego de las ilusiones y esperanzas cuando se compite a este nivel.
Pero eso no es lo que determinará el lugar que tendrá esta generación en la historia. Clasificar o no a Qatar no influirá. La impronta, como la que se pudo ver la noche del pasado domingo en San Carlos de Apoquindo, será lo que volveremos a exponer como referencia mañana cuando ya no se pueda ver a la “Generación Dorada” en la cancha.