Hay diferencias por cierto, pero los paralelismos entre Chile y España son incuestionables, al menos en el último medio siglo. Nuestra transición democrática siguió su huella, aunque allá se alcanzó un pacto formal y una nueva Constitución, lo que en Chile no sucedió. El proceso de modernización económica, social y cultural, allá anclado en Europa y acá en la globalización, tuvo rasgos semejantes. Lo mismo el cáncer de la corrupción, que provocó la desafección con los “pactos del 78” y con los “30 años”. Otra coincidencia fueron el movimiento de los indignados en Madrid y las protestas estudiantiles chilenas, ambos en 2011.
Los actores políticos chilenos han recibido una fuerte influencia de sus congéneres españoles. La derecha tuvo en el franquismo un referente fundamental, incluyendo la forma como este se adaptó a la democracia. La DC se nutrió del rol ejercido por el centro político español durante la transición. Pero la corriente más expuesta ha sido la izquierda. Su giro hacia posiciones socialdemócratas encontró en el PSOE de Felipe González su fuente de inspiración. En años posteriores, el nacimiento de Revolución Democrática y del Frente Amplio fue antecedido por el surgimiento de Podemos en España, una coalición de jóvenes volcados a crear una alternativa a las izquierdas socialdemócrata y comunista desde una perspectiva libertaria, feminista, ecológica y territorial.
Durante la transición se decía que para entender a la izquierda chilena y a su líder, Ricardo Lagos, había que seguir a Felipe González. Ahora quizás se pueda decir algo semejante: para saber a qué aspiran el Frente Amplio y su candidato Gabriel Boric, convendría mirar con atención la evolución de Podemos. Uno de sus fundadores, Íñigo Errejón, acaba de publicar un libro-testimonio (“Con Todo”) útil a ese propósito.
No proviene del PC, sino de una izquierda libertaria para la cual siempre “es buena idea sospechar de los políticos y del poder”. Proclama sin ambages su vocación de mayoría, lo que llevó a su quiebre con Pablo Iglesias, a quien acusa de un caudillismo que le llevó a postergar el pacto que Íñigo buscaba con el PSOE. Declara que su objetivo no es “ser el mejor en la puntuación del ranking ideológico”, sino tener incidencia, conquistar la opinión pública, ganar elecciones. No basta entonces con hablar a los que van a las marchas: hay que ganar el consentimiento de quienes confían en el statu quo, hacerse cargo de sus razones, construir un horizonte que incluya las aspiraciones y demandas de los adversarios. No basta con gustarles a los hijos: hay “que dar certezas a sus madres y padres” en base a un proyecto construido con “los materiales heredados de etapas anteriores”. Al final “no hay izquierda hegemónica sin país ni país sin bandera”, sin una noción de la patria “como espacio de fraternidad con el prójimo”.
La política —afirma, apoyándose en Pepe Mujica— no es hacer lo que deseas, sino “lo que haces con el mientras tanto”. El compromiso con los valores no consiste en “esculpirlos en mármol, puros e inalcanzables”, sino en “apostar por su realización en condiciones que no eliges”, en “hacer mejor la vida” de quien la pasa mal, en “ser capaz de recoger la basura de la calle y que haya agua y comida el lunes siguiente”. Cambiar las cosas “es construir para el invierno”, no solo “estirar la primavera”, lo que requiere de “instituciones que funcionen con entusiasmo o sin él”: no hay “convivencia sin instituciones”, que “son a veces el mejor patrimonio de los humildes”.
Mirando hacia adelante, propone “armar un bloque histórico por la transición ecológica” para avanzar hacia “un modelo más lento, más verde, más humano, más justo”; bloque que debe dejar “importantes espacios para el mercado y la inversión privada” e incluir a “sectores hasta ahora partícipes centrales del modelo neoliberal”.
“La política es la acción, no la espera”, declara Íñigo Errejón. Con apenas 38 años, su testimonio es prueba de ello.